Con la agobiante exuberancia con la que suelen celebrarse los centenarios, los sectores más conservadores del Partido Republicano hoy voltean al pasado para reinventarse y excavan a Ronald Reagan con el fin de beatificarlo.
La semana pasada, Sarah Palin, la política ultraconservadora-convertida-en-celebridad, exhortó al país a “recuperar los valores” del presidente que gobernó en la década de los años 80, y criticó al gobierno actual por incrementar la deuda pública, los impuestos y el gasto. Palin cree, al igual que muchos otros conservadores, que durante el gobierno de Reagan todo fue vida y dulzura. Que durante esos ocho dorados años el país recuperó el camino de la prosperidad y la autoconfianza. Que se recortaron los impuestos, se redujo el tamaño del gobierno, se reconstruyó la grandeza militar del país y se ganó la Guerra Fría.
Negar que el país tuvo un notable crecimiento económico durante la gestión de Reagan sería una necedad. Lo discutible es si el mérito les corresponde a las políticas de Reagan o a las del jefe de la Reserva Federal, Paul Volcker, nombrado por Jimmy Carter.
Aunque Reagan renegaba de los programas sociales del gobierno, tuvo el tino de dejar intactos los elementos centrales del Nuevo Trato de Franklin Delano Roosevelt. Y durante su gestión, después de cada recorte fiscal, vino un aumento que, a fin de cuentas, dejó los gravámenes fiscales al mismo nivel. Al término de su mandato, el gasto del gobierno federal era mayor que al principio del mismo y la deuda pública se triplicó. De su política interna lo rescatable sería la reforma migratoria integral, que permitió legalizar a casi tres millones de indocumentados.
De la política exterior de Reagan habría que entender que más que un intento deliberado por reconstruir la grandeza militar del país, Reagan ordena la carrera armamentista porque estaba convencido (equivocadamente) de que el arsenal soviético era formidable y había que igualarlo, no para acabar con el comunismo, sino para sobrevivir. Cuando ocurre el colapso del imperio soviético, Reagan tiene la decencia de atribuirlo a sus inherentes fallas económicas y políticas.
De su política hacia América Latina, lo menos que se puede decir es que fue un desastre. No solo se opuso a la devolución del canal de Panamá, sino que desencadenó una sangrienta guerra en América Central, que dio pie a otro atropello imperdonable. El llamado ‘Irán-contra affaire’, autorizado por Reagan, fue una operación secreta, ilegal y anticonstitucional, gestada en la Casa Blanca para venderle armamento a Irán a cambio de rehenes y dinero que, en parte, fue subrepticiamente desviado para financiar a la ‘contra’ nicaragüense.
Nadie puede negar que Reagan ha sido la inspiración de esa parte medular del movimiento conservador en el que las iglesias, principalmente de los estados del sur del país, han tenido una influencia decisiva en la formulación de la agenda social del Partido Republicano. Pero la sugerencia de que desenterrándolo el país encontrará nuevos caminos es un enorme desatino.
Por otro lado, es natural que las críticas a Obama y la glorificación de Reagan hechas por Palin en la celebración de Santa Bárbara (California) hayan sido acogidas con júbilo por la audiencia del foro archiconservador donde participó. Afortunadamente, no faltó quien criticara duramente el mensaje y a la mensajera. “Palin es, fundamentalmente, una artista de telecomedia, dedicada a hacerse publicidad y a ganar dinero -dijo Ron Reagan, uno de los hijos del ex presidente- y su aspiración a la candidatura presidencial no puede ser tomada en serio.” Y menos, digo yo, cuando se atreve a violar la paz de los sepulcros para apoderarse de una anacrónica bandera de dudosos méritos.
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