Han pasado más de dos años de la llegada de Barack Obama a la Casa Blanca en medio de grandes expectativas. La esperanza de un cambio, que llevó a los votantes de su país a escoger a un inteligente senador afroamericano para regir los destinos de la primera potencia del mundo, también resonó en otras latitudes.
A partir de ese momento, América Latina ha estado esperando señales de Washington que indiquen una nueva actitud hacia una región de 600 millones de habitantes que se siente ignorada por su poderoso vecino. Y es que, fuera de dos idas a México, una en ruta a la cumbre que se celebró en el 2009 en Trinidad y Tobago, no son muchas las deferencias que el mandatario ha tenido con esta parte del mundo.
Las razones son varias. Quizás la más importante es que Latinoamérica no es fuente de grandes dolores de cabeza. A pesar del deterioro de la seguridad en América Central y de la lucha contra los carteles mexicanos de la droga, tiene una buena tasa de crecimiento y sacó a más de 40 millones de personas de las filas de la pobreza en los pasados ocho años.
En consecuencia, las inquietudes que surgen palidecen frente a las urgencias de Irak, Afganistán y, más recientemente, de Libia y Japón. Tanto la presencia de tropas estadounidenses en los dos primeros países, como la existencia de emergencias políticas y humanitarias en los dos últimos, son suficientes para copar una agenda a la que, incluso en circunstancias de mayor normalidad, no le faltan temas.
A lo anterior hay que agregar otros retos. En el frente interno, Obama ha tenido que lidiar con la peor crisis económica en casi siete décadas, debido a la recesión de hace dos años. Pese a que las cifras han mejorado, el desempleo permanece cerca del 9 por ciento, mientras que los avances en la producción real no se han consolidado.
Por otra parte, la polarización política en Estados Unidos ha hecho difícil que la Casa Blanca logre impulsar su agenda. Esa situación se ha hecho más compleja después de que el Partido Demócrata, el del Presidente, perdiera la mayoría de la Cámara de Representantes con los republicanos en las elecciones de noviembre pasado.
La mezcla de todos esos elementos hace que no exista mucho tiempo a la hora de pensar en el sur del continente. Por eso resulta significativa la gira de cinco días que Obama comienza mañana en Brasil y que lo llevará a Chile y El Salvador.
A diferencia de lo que les haya podido suceder a sus predecesores, en esta ocasión no hay un mensaje único para la región. Sin duda, la parada más llamativa es la que hará en Brasilia, donde se encontrará con Dilma Rousseff, quien no ha completado tres meses en el cargo y representa al país más importante de América Latina y con el cual hay algunas asperezas. También son claves las escalas en Santiago y San Salvador, pues se trata de reconocer el progreso chileno y las amenazas del crimen organizado que enfrentan las democracias centroamericanas.
No obstante, los observadores han señalado omisiones como las de Argentina, Perú y Colombia. Una vez más, el paso por Bogotá ha quedado aplazado, seguramente porque Obama no tiene mucho para decirle a la opinión nacional con respecto al Tratado de Libre Comercio, que la Casa Blanca se ha negado a remitir al Congreso para su ratificación, por razones de política interna. Debido a ello, y aunque la gira es bienvenida, es indudable que no es suficiente para saldar la deuda que Estados Unidos tiene con una región y un país que se sienten ignorados por el poderoso ‘coloso del Norte’.
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