No sé si vale la pena ofrecer la otra mejilla o si EE. UU. debería dejar las cosas tal y como están.
A dos semanas de concluir su gira por América Latina, Barack Obama recibió la noticia de que su embajadora en el Ecuador era persona non grata. La nueva bofetada no vino sola. Mientras Obama jugaba fútbol en una favela de Río de Janeiro, Carlos Pascual presentaba su renuncia como embajador en México en respuesta al insólito y bochornoso berrinche público del presidente Felipe Calderón. Y si a este par de embajadas acéfalas les agregamos que hace dos años y medio que Estados Unidos no tiene embajador en Bolivia y Venezuela y que hace décadas que no lo tiene en Cuba, el número de países de América Latina sin embajador estadounidense aumenta a cinco.
Cada caso, por supuesto, es diferente. A la embajadora Hodges se la expulsó del Ecuador en represalia porque WikiLeaks filtró los informes confidenciales del Departamento de Estado en los que denunciaba la corrupción del entonces comandante de la Policía Nacional, Jaime Hurtado, e insinuaba que el presidente Rafael Correa sabía de sus corruptelas. Correa, un hombre desafiante y emocional, respondió en forma tajante a las filtraciones e inclusive justificó la expulsión acusando a la embajada estadounidense de espionaje.
En reciprocidad, el Departamento de Estado expulsó al embajador del Ecuador en Washington, Luis Gallegos. Desafortunadamente para Ecuador, el toma y daca no ha quedado ahí. El representante demócrata por Nueva York Eliot Engel, quien ha calificado de “irresponsable e impulsiva” la reacción de Correa, ha advertido que la expulsión de Hodges “es decepcionante y contraproductiva tanto para la relación entre EE. UU. y Ecuador como para el pueblo ecuatoriano y socava cualquier posibilidad de renovar la Ley de Preferencias Arancelarias Andina (ATPDEA), que beneficia a los productores y exportadores de productos a EE. UU.”.
En México, Calderón, al igual que Correa en Ecuador, sorprendentemente reaccionó en forma visceral a los informes privados del embajador estadounidense a sus superiores en Washington, también revelados en los WikiLeaks. Menoscabando la investidura presidencial, Calderón dijo que Pascual era un ignorante y lo acusó de tergiversar la situación actual de México por expresar sus dudas respecto al desempeño profesional del ejército mexicano en la llamada guerra contra las drogas. Las mismas dudas que desde hace tiempo forman parte del debate público nacional en ese país. Y aunque es evidente que la administración de Obama no va a reaccionar expulsando al embajador mexicano ante Washington, la rabieta de Calderón tendrá un costo.
A las autoridades mexicanas parece que les cuesta trabajo entender que el legítimo reclamo de Estados Unidos por su incapacidad para disminuir el consumo de las drogas que, a su paso por México, siembran la muerte y el caos, y por su renuencia a detener el flujo de armas estadounidenses a los carteles, no las faculta para exigir que la ayuda económica y de cooperación en el combate de las drogas se le otorgue de manera incondicional. Quienes cooperan con México en el combate contra las drogas tienen todo el derecho a criticar los problemas endémicos de la corrupción y la ineficacia de las instituciones policiales y de justicia en México.
El dilema de Estados Unidos respecto al futuro de la relación con Bolivia, Venezuela y Ecuador es más complicado. Peter Hakim, del Diálogo Interamericano, piensa que aun cuando las reacciones de Chávez, Morales y Correa fueron injustificadas y ameritaron respuesta, EE. UU. debería ser más creativo e insistir en la reinserción, empezando por Venezuela.
Yo no sé si vale la pena ofrecer la otra mejilla o si EE. UU. debería dejar las cosas tal y como están y esperar a que lleguen tiempos más propicios para intentar la reinserción plena sin tener que recibir más bofetadas.
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