La antigua vocación de lo que Rudyard Kipling llamó “La carga del hombre blanco” -la idea motriz detrás de la búsqueda por parte de Occidente de la hegemonía global desde los tiempos de la expansión imperial en el siglo XIX hasta la actual intervención patéticamente inconclusa en Libia- claramente se quedó sin aliento. Política y económicamente exhaustos, y atentos a electorados que claman por un giro de las prioridades hacia las preocupaciones internas urgentes, Europa y Estados Unidos ya no son capaces de imponer sus valores e intereses a través de intervenciones militares costosas en tierras lejanas.
El secretario de Defensa de Estados Unidos, Robert Gates, dijo algo obvio cuando recientemente fustigó a los miembros europeos de la Otan por su tibia respuesta a las misiones de la alianza, y por sus deficientes capacidades militares. Gates advirtió que si la actitud de Europa hacia la Otan no cambiaba, la alianza se degeneraría hasta convertirse en una “irrelevancia militar colectiva”.
La negativa de Europa a participar en misiones militares no debería tomarse como una revelación. El Viejo Continente ha estado inmerso desde la Segunda Guerra Mundial en un discurso ‘post-histórico’, que descarta el uso de la fuerza como una manera de resolver conflictos, mucho menos de provocar un cambio de régimen. Y ahora está involucrado en una lucha fatídica para asegurar la propia existencia y la viabilidad de la Unión Europea. En consecuencia, Europa se está replegando en una perspectiva regional estrecha, suponiendo que Estados Unidos soportará la carga de las principales cuestiones globales.
Pero Estados Unidos está reconsiderando sus prioridades. Estos son tiempos económicos difíciles para ellos, principalmente debido a una expansión imperial excesiva, financiada por crédito chino. El almirante Mike Mullen, presidente del Estado Mayor Conjunto de Estados Unidos, hace poco definió los colosales déficits fiscales del país como la mayor amenaza para su seguridad nacional.
De hecho, en un momento de recortes presupuestarios dolorosos, ya no se puede esperar que Estados Unidos mantenga su nivel actual de compromiso militar global. Sin embargo, la crisis fiscal no es toda la historia. Las lecciones extremas de las guerras en Irak y Afganistán forjarán el debate futuro sobre el papel internacional de Estados Unidos en el siglo XXI. En un discurso en febrero ante cadetes de la Academia Militar de Estados Unidos en West Point, Gates dijo que “debería examinársele la cabeza a cualquier secretario de Defensa futuro que aconseje al presidente enviar un gran ejército terrestre estadounidense a Asia, a Oriente Medio o a África”.
Los comentarios recientes de Gates no son en absoluto los de un aislacionista solitario en un país intervencionista. Él ha expresado un imperativo ampliamente percibido de una revaloración estratégica. Es así que el mensaje que emana hoy en día de Estados Unidos no es un mensaje de no-intervencionismo, sino de una estrategia de restricción, que supone que el poder estadounidense tiene límites y que intenta minimizar el riesgo que implica involucrarse en conflictos externos. Como sostuvo Gates en su discurso en West Point, el Ejército estadounidense ya no será “un policía victoriano dedicado a construir la nación, con la misión de combatir guerrillas, construir escuelas o tomar té”.
La mala noticia es que la debilidad de Europa y la fatiga de Estados Unidos también podrían señalar los límites de las ideas nobles, como la obligación de interferir para proteger a aquellas poblaciones que son tratadas brutalmente por sus propios gobernantes. La negativa de Estados Unidos a verse involucrado en el lodazal libio, y el fracaso de Occidente a la hora de intervenir para impedir que el ejército sirio masacre a civiles, hoy parecen una guía triste, y bastante precisa, de lo que sucederá en el futuro.
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