La guerra de la deuda
El presente siglo comenzó con dos hechos capitales para los Estados Unidos: el cambio de Clinton por Bush y los violentos ataques del 11 de septiembre de 2001. Bill Clinton entregó un amplio superávit, generado ante todo por la disminución del desbocado gasto militar. La reacción del complejo militar-industrial ante esa vertical rebaja en el gasto fue el apoyo irrestricto a uno de los suyos, George W. Bush, cuya misión no parecía otra que esperar cualquier pretexto para desatar una guerra de proporciones.
Los radicales islámicos que protagonizaron la locura del 11 de septiembre pusieron el detonante que faltaba. Bush tocó las trompetas del miedo colectivo y se sintió respaldado para desatar, no una sino dos guerras, en Afganistán y en Irak, sin ninguna proporcionalidad entre el riesgo que esas lejanas naciones representaban y la gigantesca movilización de recursos. La chequera del Tío Sam volvió a girar sin control, para felicidad de los belicistas, léase Cheney, Rumsfeld y compañía.
La actividad bélica en el oeste asiático no hizo caso a los apresurados partes de victoria que Bush daba de cuando en cuando. Estados Unidos, ante la eternización de los conflictos, comenzó a cuestionar seriamente el costo de la guerra y su impacto directo en la creciente deuda nacional. Con la llegada de Barack Obama al poder, la deuda de la guerra pasó al primer nivel de la discusión pública.
Pero he aquí que cuando los Estados Unidos comienzan a ver la luz al final de los túneles bélicos, se desata en el seno de esa sociedad otra gran discusión: cuáles son los límites de la deuda pública. Ambos bandos, el republicano y el demócrata, ya parecen ser conscientes de que el déficit norteamericano superó hace rato los límites de la prudencia. Pero, ¿en dónde recortar los gastos?
En plena etapa preelectoral, cada dólar dejado de gastar puede significar caudales de votos a favor o en contra. Los republicanos, fieles a su talante anglosajón y protestante, consideran que nadie cuida mejor los intereses de los ciudadanos que los propios ciudadanos; que los recursos cedidos al odiado gobierno federal por la vía de los impuestos no hacen más que subvencionar a los avivatos y a los irresponsables; y que el único gasto que no se puede tocar es el de la defensa.
Los demócratas contraargumentan con fiereza: una sociedad civilizada no puede abandonar a su suerte a los ancianos, a los menesterosos y a los enfermos; una sociedad civilizada necesita regularizar la situación de los migrantes que van a trabajar en labores que los demás no desempeñan; una sociedad civilizada puede convivir inteligentemente con las demás naciones del mundo, sin tener que mantener una ruinosa presencia bélica en todas las latitudes.
El empate de opiniones en el Congreso norteamericano tiene una fecha límite: el 2 de agosto. Si ese día no se eleva el techo de la deuda pública, el Gobierno tendrá que declarar una bancarrota parcial. Nadie sabe qué va a suceder en una nación que pasó, de una discusión sobre la deuda de la guerra, a una verdadera guerra de la deuda.
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