La visita al país del vicepresidente estadunidense, Joe Biden, reviste un significado especial, toda vez que México se encuentra en medio de un conflicto armado en el que el gobierno de Estados Unidos tiene un papel inocultable.
Oficialmente Washington funge como estrecho aliado del gobierno calderonista en lo que se presenta como una confrontación entre el gobierno federal y los grupos delictivos –especialmente los dedicados al narcotráfico– que controlan partes del territorio nacional, segmentos económicos –particularmente en la economía informal– e incluso porciones de la administración pública en los tres niveles de gobierno, dada su capacidad de infiltrarse mediante la compra o la extorsión de funcionarios.
Pero si además del discurso oficial de ambos países se toma en cuenta información pública sobre el desempeño de ambos en esta guerra, las cosas no resultan tan simples: por un lado, el gobierno estadunidense contribuye con armamento, equipo técnico, asesoría e información al esfuerzo bélico decidido por Felipe Calderón –en sintonía con la política antidrogas procedente del país vecino–, pero por el otro se abstiene de realizar acciones significativas para detener el flujo de armas procedente del norte del río Bravo y que tiene por destino a la criminalidad organizada mexicana, y es tolerante ante el lavado de dinero realizada por grandes corporaciones financieras en Estados Unidos. En ambos casos, la mortífera circunstancia mexicana reporta beneficios económicos objetivos para la superpotencia.
A ellos debe agregarse un beneficio geopolítico evidente: a mayor inestabilidad y violencia en México, mayor resulta el margen de las instituciones estadunidenses para intervenir en asuntos de seguridad de nuestro país. Por añadidura, oficinas gubernamentales de Washington han estado involucradas en el abasto de armas a los cárteles mexicanos –operativos Receptor abierto y Rápido y furioso– y hasta en el lavado de millones de dólares para ellos, como ha venido haciendo la oficina antinarcóticos del país vecino, la DEA, según se descubrió recientemente.
Otro elemento insoslayable del contexto mexicano es la inminencia de la elección presidencial, prevista para julio próximo, en la que estarán en juego, además de la estrategia contra la delincuencia, la perpetuación o el cambio del modelo económico vigente hasta ahora en el país, e impuesto por Washington desde hace décadas.
El antecedente inmediato es la grosera e inadmisible intromisión de la Casa Blanca y el Departamento de Estado en la sucesión presidencial mexicana de 2006 y en el fortalecimiento de Felipe Calderón antes incluso de que fuera declarado presidente electo, y al que el entonces embajador Tony Garza percibía “en la mayor situación de debilidad política posible”, no sólo por las irregularidades registradas en los comicios, sino también por sus conflictos con Vicente Fox.
En esa circunstancia, según escribió el propio Garza en un cable confidencial posteriormente entregado a La Jornada por Wikileaks, y cuyo contenido fue publicado en este diario (21/2/11), para el panista michoacano, quien operaba en “una finísima línea de legitimidad”, fue de crucial importancia el reconocimiento “anticipado” del ex presidente George W. Bush, quien lo llamó para felicitarlo antes de que se anunciara el resultado de la votación. “Desde la embajada nos embarcaremos de inmediato en un proceso de planificación de la transición con el equipo de Calderón, empezando por una reunión con Juan Camilo Mouriño y Josefina Vázquez Mota”, escribía el diplomático, a fin de evitar que “se estanquen los asuntos que son de nuestro mayor interés”. Muy lejos de la neutralidad estaba, por lo demás, el informe del ex embajador sobre el conflicto poselectoral que sacudió al país la segunda mitad de ese año y que aún sigue proyectándose en la realidad institucional actual.
A la luz de ese precedente, cabe esperar que en esta ocasión el gobierno estadunidense sí sea respetuoso de los procesos políticos internos de México y se abstenga de cualquier injerencia en el escenario electoral, como expresó Joe Biden a los precandidatos presidenciales con los que sostuvo encuentros: Andrés Manuel López Obrador, Enrique Peña Nieto y Josefina Vázquez Mota.
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