Washington: The Silent Protagonist of the Venezuelan Election

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Golpismo, terrorismo mediático y desestabilización contra la Venezuela bolivariana

La campaña estadunidense de desestabilización de la Venezuela poschavista proseguirá tras los comicios de este domingo. Así ha sido bajo diferentes modalidades guerreristas desde que el presidente Hugo Chávez arribó al Palacio de Miraflores, en febrero de 1999, y seguirá tras la victoria del candidato socialista Nicolás Maduro.

El inquilino de la Casa Blanca, Barack Obama, sabe que el triunfo del candidato oficialista será incontrastable. La derrota del opositor Henrique Capriles, representante de la ultraderecha empresarial, fue anticipada a finales de marzo por el director de inteligencia nacional de Estados Unidos, James Clapper, y por el jefe del Comando Sur del Pentágono, general John Kelly. De allí que Washington seguirá canalizando millones de dólares para aceitar operaciones encubiertas y las diversas modalidades de la guerra de espectro completo (golpes suaves, guerra de baja intensidad, asimétrica, de información o cuarta generación, mediática, económica) contra el proceso bolivariano venezolano.

En lo inmediato, es previsible que la Casa Blanca y sus aliados intenten sembrar dudas sobre la transparencia del proceso electoral. Que aleguen fraude, llamen a una sublevación ciudadana y que recrudezcan las acciones dirigidas a fabricar un clima de anarquía, desestabilización social e ingobernabilidad. Nada nuevo. Desde la primera campaña electoral de Chávez, en 1998, ante lo inevitable de su victoria, las usinas de la guerra sucia mediática en Washington lograron posicionar en CNN y la prensa corporativa privada de Estados Unidos, Europa y América Latina una serie de ideas matrices, tales como golpista, traidor a la patria, demagogo, fundamentalista de izquierda, comunista, populista radical, dictador, dirigidas a manufacturar una leyenda negra del ex comandante de paracaidistas, quien, tras salir de la prisión, llegaría al gobierno por la vía legal, constitucional y pacífica.

Junto con la diplomacia de guerra del Departamento de Estado y las acciones encubiertas del Pentágono y la Agencia Central de Inteligencia (CIA), esas y otras categorías, utilizadas como insumos mediáticos para la construcción social del miedo, la manipulación sicológica de la población, la generación del odio político y la incitación a la violencia y la guerra fratricida entre venezolanos, fueron abonando el camino hacia el golpe de Estado de abril de 2002.

Del golpe mediático al paro patronal insurreccional

El de aquel 12 de abril fue un golpe cívico-militar clásico, oligárquico, corporativista, de ultraderecha, de factura estadunidense. Fue un golpe con olor a petróleo y a reacomodos geopolíticos continentales. El siguiente objetivo era Cuba. No fue difícil adivinar la mano de Otto Reich detrás de la asonada. El ex embajador de Estados Unidos en Caracas, viejo halcón ligado a la CIA y a la mafia terrorista cubano-estadunidense de Florida, lo fraguó junto con su jefe en la Casa Blanca, John Maisto, subsecretario de Estado para Asuntos Hemisféricos y antiguo procónsul en Panamá. Como revelaría después la revista Newsweek, Reich mantuvo contacto personal con el magnate de la televisión venezolana, Gustavo Cisneros, en cuya oficina de Venevisión se coordinó la conjura, y también guió personalmente por teléfono a Pedro Carmona una vez que éste se juramentó presidente ante Dios Todopoderoso, con la bendición de Baltasar Porras, presidente de la Conferencia Episcopal. La vieja santa alianza: Dios, la espada y el poder del dinero, con los cuatro jinetes del Apocalipsis (como los llamaba Chávez): las cadenas privadas Venevisión, Radio Caracas Televisión (RCTV), Globovisión y Televen, que, abandonando el periodismo, usaron todos sus poderes de persuasión y coprotagonizaron el primer golpe mediático del siglo XXI para ganar una guerra que se libraba por el petróleo.

Fracasada la conspiración teledirigida desde Washington, restituido Chávez por el pueblo y militares leales en Miraflores, los poderes fácticos y la prensa libre siguieron azuzando la histeria de una clase media bombardeada mediáticamente con mensajes de odio clasista. Y hacia diciembre de 2002, un nuevo cronograma golpista estaba en curso: la operación Septiembre Negro, que con cuatro meses de retraso seguiría un plan maestro, con eje en una huelga insurreccional de los capitanes de industria, grandes latifundistas, ganaderos y la llamada nomenclatura gerencial de Petróleos de Venezuela (Pdvsa), bajo la cobertura política e ideológica de las principales corporaciones multimedia de Venezuela y las Américas.

La estrategia subversiva de los dueños del gran capital figuró en el Dossier Confidencial No. 5, impulsado por la Coordinadora Democrática, los grupos oligárquicos agrupados en Fedecámaras, sus aliados de la corrupta Central de Trabajadores de Venezuela y miembros de la derecha conspirativa agitados desde el exilio por el ex presidente Carlos Andrés Pérez. Incluía un paro cívico de características cuasi-insurreccionales, que debía combinarse con una huelga de la gerontocracia de Pdvsa, sabotajes contra puntos neurálgicos de la economía venezolana, autoatentados, actos terroristas y agitación en las calles; todo ello aderezado con la utilización mediática de técnicas de la guerra sicológica de la CIA y el Pentágono −incluida la propaganda negra, el rumor y la mentira−, dirigidas a explotar los deseos emocionales de la población, mediante la persuasión, la sugestión compulsiva y el odio de clases.

Sin embargo, una vez más Chávez logró sacar al país de la antesala de una guerra civil, y sin disparar un solo tiro derrotó a la oligarquía racista y sus aliados.

El 15/F y la guerra asimétrica de Washington

El 15 de febrero de 2009, la aprobación de una enmienda constitucional que le permitiría eventuales postulaciones sucesivas a todos los cargos de elección popular, revalidó en las urnas el liderazgo de Hugo Chávez y dio legitimidad al proyecto de un socialismo para el siglo XXI. Eso fue una mala noticia para Washington y sus palafreneros intelectuales, que consideraban a Chávez una fuerza negativa en el concierto interhemisférico, según la visión ratificada por el entonces flamante presidente de Estados Unidos, Barack Obama.

Lo que vendría era predecible: dado que Venezuela estaba incluida entre las amenazas globales a la seguridad nacional de Estados Unidos, Obama persistiría en la guerra asimétrica contra Chávez. En enero de ese año, durante su audiencia de confirmación en el Capitolio, el flamante número dos del Departamento de Estado, James Steinberg, dijo que Washington había cedido durante demasiado tiempo el campo de juego a Chávez. Según el ex asesor de seguridad nacional de la Casa Blanca y antiguo analista de la Corporación Rand –un think tank al servicio del Pentágono–, las acciones y la visión chavista no servían a los intereses de los venezolanos ni a la población de América Latina. La vieja fórmula de Henry Kissinger recetada al Chile de Salvador Allende en 1973. Eso, en el lenguaje orwelliano, debía leerse como que Chávez resultaba hostil a los intereses geoestratégicos del imperio y del complejo militar industrial. De allí que Washington insistiría en su guerra encubierta, sin reglas ni prohibiciones, que algunos expertos militares han definido como un conflicto de cuarta generación.

A diferencia del combate militar tradicional y de las guerras relámpago y de desgaste, la guerra de cuarta generación –que puede adquirir dimensiones sicológicas y físicas, echa mano de técnicas de comunicación y marketing y hace un uso sicoanalítico del biopoder– aprovecha la asimetría estratégica entre las partes para obtener ventajas. Ése ha sido el modus operandi de Washington respecto de Venezuela desde antes y durante el fallido golpe de Estado de abril de 2002, continuado después con el sabotaje petrolero y el referendo revocatorio.

En la coyuntura del 15/F, los círculos de inteligencia de Estados Unidos instrumentaron la operación Jaque al Rey, una maniobra conspirativa tramada en Puerto Rico en enero anterior. Allí, con la presencia del director de Globovisión, Alberto Federico Ravell; del titular de Primero Justicia, Julio Borges, y otros golpistas venezolanos, y con la participación de dirigentes del Partido Social Cristiano de Chile, de Eduardo Frei, estrategas estadunidenses ajustaron nuevos planes de desestabilización. Sabían que una eventual relección de Hugo Chávez en los comicios de 2012 significaría la consolidación de los procesos de cambio en varios países del área andina y de las alianzas subregionales, en detrimento de los intereses económicos y de clase de la Casa Blanca, las corporaciones y sus aliados nativos.

Publicidad de opositores contra Nicolás Maduro, quien hoy compite contra Henrique Capriles por la presidencia constitucional de VenezuelaFoto Reuters

La reacción de la plutocracia venezolana y los grandes medios inscritos en la guerra mediática de matriz estadunidense dejaba entrever una nueva fase de la confrontación. En un intento por posicionarse ante el nuevo escenario, el comando derechista asesorado por Washington reivindicó como una victoria parcial haber superado el techo histórico de 5 millones de votos antichavistas. Sobre esa base, con apoyo de fundaciones estadunidenses y europeas conservadoras (Cato Institute, Heritage, Konrad Adenauer, la española FAES), de políticos conservadores (Madeleine Albright, José María Aznar, Eduardo Frei, Václav Havel, Lech Walesa) y mesías intelectuales al servicio de la contrarrevolución (Mario Vargas Llosa, Carlos Alberto Montaner, Enrique Krauze, Jorge G. Castañeda et al) intentarían influir en la opinión pública con eje en la gastada consigna: Chávez totalitario versus una derecha que se disfraza de izquierda.

Ese frente unido conservador utilizó herramientas como el Comité Internacional para la Democracia en Cuba, adscrito al Plan Bush (la Comisión para la Asistencia por una Cuba Libre) y la Organización Demócrata Cristiana de América (ODCA). Todos habían venido apoyando las revoluciones de colores y los golpes suaves en las ex repúblicas soviéticas, y alentando la subversión en Cuba, Venezuela, Bolivia y Ecuador. Era previsible, pues, que el gobierno de Obama intensificaría, como lo hizo, las actividades de inteligencia, contrainteligencia y el cerco financiero contra Venezuela, mientras generaba desestabilización política mediante protestas callejeras y movimientos de caos planificado. Pero en la coyuntura del 15/F, de nuevo, la batalla la ganó Chávez.

Chávez derrota a la diplomacia pública de Estados Unidos

El 7 de octubre de 2012, Chávez enfrentaría en una nueva elección al candidato opositor Henrique Capriles Radonski. Y de nueva cuenta, junto a la cartelizada prensa occidental, uno de los grandes perdedores de los comicios fue un viejo actor encubierto, la llamada Oficina de Diplomacia Pública de Washington.’ Alimentadora del terrorismo mediático desde los años de la guerra fría, la oficina dedicada a la desestabilización de los procesos democráticos y populares del área trabajó sin denuedo entre finales de julio de ese año y el día de las elecciones para tratar de imponer una serie de ideas fuerza que, direccionadas a/y reproducidas por los principales medios de Estados Unidos, América Latina, Madrid y Londres, buscaron posicionar al candidato Capriles, a contracorriente de las principales firmas encuestadoras, que daban como claro ganador a Chávez.

Un principio rector de la campaña fue que Capriles no estaba compitiendo contra Chávez, sino contra un eje conformado por una junta de narcogenerales, políticos nepotistas y cubanos (sic), que planearon utilizar la elección como medio para controlar Venezuela después de que Chávez, aquejado de una enfermedad terminal, quedara incapacitado o muriera. Ergo, que a través de la intimidación, la violencia y el fraude electoral, se trataba de perpetuar un chavismo sin Chávez.

Asesorada por Shlomo Ben Ami y Alon Pinkas, expertos propagandistas y diplomáticos israelíes, la campaña buscó fabricar la candidatura de Capriles como un hombre serio, que ofrecía estabilidad, fiabilidad, predictibilidad económica y un mejoramiento tangible en las relaciones de Venezuela con el mundo. Con él, el país se convertiría en una democracia vibrante y abierta, en remplazo de una oligarquía militar-autoritaria. El cronograma de 84 días fue diseñado con base en la matriz de opinión: Henrique Capriles Radonski versus el eje Narco-Junta-Cuba y los peligros de una Venezuela pos Chávez dirigida por una dictadura castrense autoritaria.

En los 10 días previos al 7 de octubre, la campaña intensificó la información e inteligencia disponible sobre la salud de Hugo Chávez, las presuntas luchas intestinas al interior de las fuerzas armadas venezolanas, los conflictos entre los narcogenerales, la intromisión y el involucramiento directo de Cuba, así como la manipulación potencial, las irregularidades y el fraude en las elecciones, con base en el impulso estratégico principal del plan: si en el futuro Venezuela sería una democracia o seguiría gobernada por una narcojunta y Cuba ( narcojunta- Cuban ruled).

El 14/A y la guerra de símbolos

Pero Chávez y los venezolanos también le ganaron la partida a Washington. El empate técnico resultó un fraude de los para-periodistas de El País de Madrid y mitoteros afines. Pero la guerra continuaría. En vísperas de la muerte del mandatario venezolano, el 5 de marzo de 2013, la guerra mediática se dirigió contra su delfín, Nicolás Maduro, con énfasis en el plano mediático y el uso de imágenes. En la coyuntura, el especialista en campañas negativas y guerra sucia electoral, Juan José Rendón, y los expertos estadunidenses en manipulación de masas intentaron apropiarse de la simbología chavista y enfrentar al mito Chávez con Simón Bolívar. En otra maniobra de distracción y confusionismo ideológico, ante la imposibilidad de ganar los comicios, la misma derecha que vilipendió y secuestró el pensamiento del libertador Simón Bolívar y lo transformó en un nicho vacío, intentó apropiárselo y usarlo contra quien le dio carácter humano y popularizó su significado político.

El 5 de marzo, Venezuela expulsó al agregado aéreo de la embajada de Estados Unidos en Caracas, David del Mónaco, y a su segundo, Devlin Costal, por realizar actividades ilegales y proponer proyectos desestabilizadores a oficiales de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana. También se dieron a conocer alertas de sabotajes por mercenarios salvadoreños y funcionarios estadunidenses dirigidos a desestabilizar el país. Las investigaciones apuntaron a Sharon Vanderbeele, oficial de la CIA en Caracas, bajo la fachada de la Oficina de Asuntos Regionales (ORA).

El 5 de abril, Wikileaks vendría a revelar lo que muchos sabían: que durante su estancia al frente de la misión diplomática en Caracas, el embajador de Estados Unidos, William Bronwfield (2004-2007), destinó 15 millones de dólares de la Agencia para el Desarrollo Internacional (AID) para entrenar y capacitar técnicamente a más de 300 organizaciones no gubernamentales venezolanas, con el fin de que ejecutaran planes desestabilizadores en los reiterados intentos de Washington por derrocar a Chávez.

El foco de la estrategia de cinco puntos fue fortalecer instituciones democráticas, infiltrarse en la base política chavista, dividir al chavismo, proteger negocios vitales para EU y aislar a Chávez internacionalmente. Parte de los recursos sirvieron para financiar reuniones en Venezuela y otros países de la región, de líderes políticos, conferencistas y profesores universitarios adscritos a la derecha totalitaria internacional.

Actos como el que la semana pasada protagonizaron, entre otros, Mario Vargas Llosa, José María Aznar, Luis Alberto Lacalle y Carlos Alberto Montaner en Rosario y Buenos Aires, Argentina, verbigracia, para denostar al populismo y la semidictadura chavista. Los herederos y propagandistas de Franco, Videla, Gregorio Álvarez y Batista en campaña contra Nicolás Maduro, siguiendo las matrices de opinión de Washington para desestabilizar a Venezuela.

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