China se avecina
El presidente norteamericano, Barack Obama, y su homólogo chino, Xi Jinping, se entregaron la semana pasada en California a un primer ejercicio para el reordenamiento de las relaciones entre Washington, superpotencia hegemónica desde mediado del siglo XX, y Pekín, que se globaliza a marchas forzadas como gran potencia del siglo XXI.
Pero en las jornadas celebradas en el peor momento de la presidencia norteamericana, por el escándalo de las escuchas de la CIA, un subtexto estuvo en la mente de todos: un día China puede alcanzar económica y políticamente a EE.UU. A partir de 2016 el PIB chino debería igualar al norteamericano para doblarlo en 2030. Y existe el peligro de que el tránsito entre ambas fechas sea traumático para la aún hoy primera potencia, si cae en una nueva versión del debate de los cincuenta sobre ‘¿quién perdió China?’, referido a la derrota de los nacionalistas de Chiang por los comunistas de Mao en 1949, pero con la fórmula de ‘¿quién perdió el número uno?’ (Kishore Mahbubani, The Great Convergence).
Joseph S. Nye distingue entre dos clases de presidentes, transformadores y transaccionales. El politólogo norteamericano subraya que suelen ser circunstancias excepcionales las que mueven a los presidentes de una a otra categoría, como F. D. Roosevelt, que comenzó como transaccional, pero la depresión y la II Guerra transformaron su mandato.
Barack Obama recorre el camino inverso: partiendo de un voluntarioso planteamiento transformador, la política de lo cotidiano, como muestra el fiasco del espionaje universal, lo reduce a un transaccional más. Sus metas siguen siendo, con todo, considerables: liquidar lo que Bush II llamó atropelladamente cruzada antiterrorista; extraer a EU de los conflictos de Asia central; y en el colmo del optimismo, marcar algún progreso en el conflicto de Oriente Medio, objetivos cuya consecución facilitaría el reacomodo con China y transformaría su presidencia.
¿Es verosímil ese “reseteo”, que no sería una nueva bipolaridad, sino una cooperación inédita como la que fue imposible entre Roma y Cartago, o muy difícil entre la URSS y el propio EU?
Bill Emmott, antiguo director de The Economist, es optimista cuando escribe que China, el Imperio del Centro como se autodenominaba, nunca ha sido un actor imperialista, y si ha llegado a dominar la mayor parte del Extremo Oriente continental ha sido por defender sus fronteras. Véase la Gran Muralla como idea constituyente.
Sensu contrario, los argumentos son igualmente poderosos. Washington reprocha a Pekín su presunta mano en el espionaje, infiltración y saqueo de la red informática norteamericana, y el desplazamiento de su pivote militar al Pacífico. Preocupa igualmente en Washington la creciente autoafirmación de China en la reivindicación de unos archipiélagos en el Pacífico reclamados por Japón, Filipinas y Taiwán, grandes aliados de EU; también el súbito interés de Pekín por América Latina, hasta hace poco el patio trasero norteamericano; y, por último, en esas aguas que Pekín apenas había surcado anteriormente, navíos chinos se aproximan a menos de 200 millas náuticas -370 kilómetros- de los dos grandes puntos de apoyo de Washington, Guam y Hawai. China está cada vez más cerca, como se decía en la película de Marco Bellocchio La Cina e vicina, de 1967.
No todo, sin embargo, juega en favor de Pekín. La explotación del gas de los esquistos puede hacer en un futuro a EU autosuficiente en energía, mientras que China tendrá que seguir importando crudo de Oriente Próximo; y el progresivo envejecimiento de la demografía del país asiático, consecuencia de la política de un hijo por familia, son factores que desincentivan la escalada imperial. Un día del siglo XXI, las espadas pueden estar, sin embargo, en alto, y sería de desear que nunca tuvieran que descender.
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