Entre los graves efectos, para Washington de la guerra actual entre los dos partidos principales y de la parálisis del gobierno están, por supuesto, las posibles consecuencias de la cesación de pagos si hasta el 17 de este mes no logran ponerse de acuerdo para evitarla. Como los locos no comen vidrio, pienso que, a ese respecto, ambos partidos, defensores por igual del capitalismo, y en particular del imperialismo yanqui, llegarán a último momento a un compromiso podrido que permitirá al gobierno estadunidense seguir endeudándose por unos años más. Pero, como medida preventiva, China y Japón (y en menor medida, la Unión Europea) presionan ya con inquietud creciente a los medios oficiales de Washington para asegurar el cobro de la deuda estadunidense, ya que son los principales poseedores de Bonos del Tesoro de ese país, y principales acreedores del mismo, y no quieren terminar pagando la disputa entre demócratas y republicanos. Los países exportadores de petróleo que abastecen a Washington (Venezuela, México) también están preocupados ya que una eventual cesación de pagos podría afectar gravemente sus economías, que dependen de las divisas que obtienen exportando combustible.
Hasta ahora los efectos irreversibles de esta lucha intercapitalista en Estados Unidos recaen sobre una sociedad que, desde la Guerra Civil entre el norte y el sur entre 1861 y 1865, creía masivamente en el “sueño americano”, o sea en la posibilidad de una creciente prosperidad, un creciente igualitarismo, una creciente democracia local en el marco del capitalismo, porque Dios era estadunidense y respaldaba al dólar, como el mismo proclama. Ni siquiera el brusco despertar de la Gran Recesión pudo romper esa ilusión, porque el New Deal de F. D. Roosevelt combinó enormes obras públicas y subsidios con la entrada forzada en una gran guerra mundial. Ese tantas veces alabado “sueño americano” es la explicación principal de por qué en Estados Unidos, a pesar de la explotación capitalista desenfrenada y de la dureza de la lucha de clases entre patrones y trabajadores, jamás hubo una izquierda socialista de masas.
Durante la posguerra, en los momentos más agudos de la misma, la ilusión en la unidad de clases crujió y se resquebrajó. Así sucedió, primero, con el movimiento por la igualdad racial y después, sobre todo, con la oposición de masas a la guerra de Vietnam, que causó la derrota de Washington en ese país heroico. Posteriormente, como expresión deformada y como eco lejano de la conjunción entre la lucha contra el racismo y contra el belicismo (la guerra en Irak), triunfó la candidatura de un negro advenedizo, llamado exóticamente Barack Hussein Obama, nacido en Hawai cinco meses después del casamiento de una blanca texana y un padre africano que se conocieron estudiando ruso.
El Tea Party, la extrema derecha republicana que repudia la asistencia social y todo lo que pueda oler a solidaridad y a colectivismo, nació así de la combinación entre, por un lado, la reacción ante el debilitamiento de la hasta entonces omnipotencia del imperialismo estadunidense y ante lo que un importante sector capitalista ve como estatismo invasor y demagógico y, por el otro, la reproducción exacerbada del racismo y de la creencia de que el de Estados Unidos es un pueblo elegido por Jehová. Este verdadero eructo ideológico se expresó también en el crecimiento de los fundamentalismos religiosos que rechazan la teoría de la evolución, se guían por la Biblia y creen, por consiguiente, que los dinosaurios vivieron hace 7 mil años… Como en el caso de los nazis, el irracionalismo, el nacionalismo y el racismo aspiran a ser la ideología oficial desplazando a los Jefferson y los Lincoln.
Lo nuevo en esta crisis es el golpe tremendo que sufre la influencia de Estados Unidos y la disminución de su hegemonía, a pesar de que sigue siendo la primera economía y la primera potencia militar mundial, capaz de incursionar militarmente en el país que le dé la gana, como acaba de hacer en Libia o en Somalia. Es también la ruptura del bloque oligárquico demo-republicano debido al nacimiento de un núcleo abiertamente racista, belicista y que se opone a las políticas sociales. Es la oposición masiva y nacional, que aunque por ahora está limitada a los inmigrantes y a los indignados, potencialmente podría arrastrar a pobres y excluidos de todas las razas que no creen ya en el “sueño americano” pues comprueban que carecen de derechos y de futuro y son discriminados, perseguidos y reprimidos por una sociedad que tiene dos velocidades, una para los blancos ricos, y la otra para los parias, como en la sociedad que preveía Jack London.
Lo nuevo es también, por último, que Estados Unidos no puede hacer de gendarme del mundo y, al mismo tiempo, asegurar la paz interior. No tiene ya el prestigio ni la fuerza para ello (como se demostró al depender de Rusia para encontrar una salida honrosa a sus fanfarronadas bélicas en Siria) ni la estabilidad y los medios económicos suficientes como para asegurar ni siquiera instrucción, asistencia médica, casa decente y servicios a sus ciudadanos. Está enfermo, según dice The New York Times, como Italia con la peste Berlusconi que hace que un sector importante de la clase dominante, que cuenta con un apoyo masivo, no vea ya los intereses generales del sistema sino sus propios intereses fascistizantes.
El Financial Times nos ofrece como perspectiva 20 años de regresión social y The Economist sólo 10… por supuesto si nos dejamos aplastar pasivamente. El imperialismo estadunidense envejecido y enfermo es doblemente amenazante porque su propia debilidad lo empuja a jugarse la vida en aventuras y también porque nos puede derrumbar encima en un futuro no demasiado lejano, aplastando a los menos resistentes y contaminando al planeta con su putrefacción.
Amen.