En la ceremonia de fin de cursos de la Academia Militar de West Point, el 28 de mayo pasado, el presidente Barack Obama confesó que cree con cada fibra de su ser en el excepcionalismo de su país sobre cualquier otro en el mundo, y enfatizó, en exaltado discurso nacionalista, que Estados Unidos es y sigue siendo la única nación indispensable. Eso es cierto en el siglo pasado y será cierto en el siglo que venga”. Esta mentalidad abiertamente imperial que se asienta en la creencia cuasirreligiosa de que Estados Unidos constituye un Estado-nación escogido y predestinado, con derechos y responsabilidades en el ámbito planetario autoasignados y por encima del marco jurídico internacional establecido particularmente en la última posguerra, se explayó en otros dogmas y sofismas, trasformados en políticas de Estado, igualmente reveladores: “La disposición de Estados Unidos para aplicar la fuerza en todo el mundo es la última salvaguardia contra el caos” (¿y que sucede con el caos que ocasiona el intervencionismo imperialista?). “Estados Unidos debe siempre liderar en el escenario internacional. Si no lo hacemos ningún otro lo hará. La fuerza militar a la que ustedes se han incorporado (se refiere a los oficiales egresados de la academia militar) es, y siempre será, la espina dorsal de ese liderazgo”. Y, por si quedara alguna duda: “Estados Unidos usará su fuerza militar, unilateralmente si es necesario, cuando nuestros intereses básicos lo exijan, cuando nuestro pueblo sea amenazado, cuando nuestros medios de vida estén en juego, cuando la seguridad de nuestros aliados esté en peligro… La opinión internacional (y añadiría, el derecho internacional) importa, pero Estados Unidos jamás debe pedir permiso para proteger a nuestro pueblo, a nuestra patria, a nuestra manera de vivir”.
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Estas ideas expresadas por Obama dan cuenta de la continuidad del pensamiento de la clase dirigente de ese país por más de dos siglos. El supuesto derecho a intervenir militarmente cuando y donde sus intereses lo requieran, a expandirse y conquistar territorios por cualquier medio, incluyendo la guerra colonial (por cierto, llevada a cabo en 1898 contra España, apoderándose de varias de sus colonias), a partir de la justificación de imponer a pueblos y naciones las leyes y formas de gobierno consideradas “las mejores en la Tierra”, conforman la mentalidad de las élites gobernantes desde el siglo XVIII, cuando los Padres Fundadores de la República, recién independizada de Inglaterra, planeaban apoderarse de todo el continente. Jefferson creía en 1786 que la naciente confederación debía considerarse “el nido” desde el cual “toda América, la del Norte y la del Sur, ha de poblarse”, y le preocupaba que España fuera demasiado débil para mantener sus dominios coloniales, “hasta que nuestra población haya avanzado lo suficiente para ganarles el dominio palmo a palmo”. La declaración de James Monroe en 1823, basada en las ideas de John Quincy Adams sintetizadas en la frase de “América para los americanos”, que rápidamente se transformó en “doctrina” para darle su pátina de misticismo y otorgarle alguna respetabilidad, así como la creencia en el “Destino Manifiesto”, constituyen las formas ideológico-discursivas para indicar a los poderes coloniales de Europa que Estados Unidos entraba, en igualdad de condiciones, en el reparto colonial del mundo, en el que América, en efecto, debía ser considerada como campo libre de toda injerencia europea para beneficio exclusivo de los estadunidenses.
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Además de esta renovación de las creencias de pueblo escogido, el profeta Obama, ciertamente con mayor capacidad retórica e intelectual que su predecesor Bush, tuerce la verdad histórica, o demuestra su profunda ignorancia en la realidad contemporánea al sostener que: “Estados Unidos tuvo la sabiduría de establecer instituciones para mantener la paz y apoyar el progreso humano –desde la OTAN a las Naciones Unidas, desde el Banco Mundial al FMI–”. La iniciativa de fundar un nuevo organismo internacional fue discutida al final de la Segunda Guerra Mundial por las potencias vencedoras y la carta de creación de la ONU fue firmada inicialmente por 51 estados, mientras que la OTAN ha sido la expresión misma del militarismo, las provocaciones y las agresiones bélicas estadunidenses-europeas, especialmente durante la guerra fría, muy lejos de la paz y el progreso humano. Por su parte, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional constituyen las principales instituciones de la expoliación financiera de los países capitalistas al mundo del subdesarrollo y de la imposición de la actual trasnacionalización neoliberal a escala planetaria.
Obama sostiene que uno de los elementos del liderazgo de su país es “su disposición a actuar en nombre de la dignidad humana. El apoyo de Estados Unidos a la democracia y los derechos humanos va más allá del idealismo, es un asunto de seguridad nacional”. Y en esa dirección recuerda “que debido a los esfuerzos de Estados Unidos, debido a la diplomacia de Estados Unidos y la ayuda al exterior, así como al sacrificio de nuestros militares, más gente vive hoy con gobiernos elegidos, más que en ningún otro momento de la historia humana”.
Irak es uno de los ejemplos más recientes y notables de esa disposición a actuar en nombre de la dignidad humana y, sobre todo, de los sacrificios de los militares estadunidenses: un país devastado, destruida toda la infraestructura sanitaria, educativa y de salud, con más de un millón de muertos, 4 millones y medio de desplazados y refugiados, 5 millones de huérfanos, más de 8 millones que requieren de ayuda humanitaria, con 70 por ciento de la población que no dispone de agua potable y sumido en el caos de una guerra confesional propiciada por la potencia ocupante.
Parafraseando a Simón Bolívar: “Los Estados Unidos parecen destinados por la Providencia para plagar al mundo de miserias y muerte en nombre de la libertad”.
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