Edited by Eva Langman
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La decisión de Barack Obama de autorizar ataques limitados contra las milicias yihadistas en Irak es coherente con la gravedad del conflicto iraquí, con la situación política en Washington y con la debilitada posición estratégica de Estados Unidos en Oriente Próximo. Por una parte, Obama está obligado a proteger los enclaves de la zona kurda de Erbil donde hay intereses norteamericanos, sobre todo petrolíferos. Y por otra, se muestra dispuesto a detener el genocidio con el que amenazan las milicias yihadistas a minorías como la cristiana.
La intervención no tiene relación directa con la invasión decidida por George W. Bush en 2003, puesto que pretende dar una respuesta al avance del Estado Islámico, una organización radical que ha declarado un califato en las zonas que controla en Irak y Siria y desestabiliza las fronteras o de Turquía, Jordania e Israel. En clave de política estadounidense la percepción es muy diferente. Obama sabe que una parte importante de su opinión, y sobre todo su base de votantes, está en contra de una intervención militar de EE UU en cualquier parte del mundo y en Irak en particular, tras ocho años de una guerra mal planificada que se cobró la vida de 4.486 soldados norteamericanos. En la derecha, líderes republicanos como el senador John McCain le exigen que actúe con más contundencia, sobre todo en una zona conflictiva que ahora se ve aún más asolada si cabe por la violencia sectaria entre ramas del islam y contra minorías como la cristiana o la drusa.
La tensión entre fuerzas contrapuestas convierten a Obama en un guerrero reticente. Se ve forzado a intervenir, y la crisis en Irak justifica tomar medidas, pero lo hace mediante ataques limitados, sin tropas sobre el terreno e insistiendo con prudencia en que los iraquíes deben cargar con el peso del conflicto. La intervención revela también la debilidad de la política exterior de Obama en Oriente Próximo. Quedó patente el año pasado, cuando el presidente le marcó a Bachar el Asad una línea roja muy clara: no debía usar armas químicas contra su pueblo. El dictador de Siria desoyó esa advertencia y Obama anunció que atacaría objetivos militares del régimen de Damasco. Posteriormente llegó a un compromiso con su régimen: si se libraba de su arsenal tóxico, evitaría los bombardeos. Así sucedió y El Asad sigue presidiendo un país roto, con más de 170.000 muertos en el conflicto y en el que el Estado Islámico campa a sus anchas y desde el que cruza a Irak.
Oriente Próximo ha sido una verdadera prueba para la política exterior del presidente. Su conducta en la zona, argumentada como un ejercicio de realismo (EE UU no puede ni debe cambiar el mundo) empieza a interpretarse como una prueba de que el país ha dejado de desempeñar un papel decisivo en los conflictos bélicos de la región. Ya no es la nación imprescindible en toda negociación de paz; su presencia diplomática no impone la solución definitiva, ni siquiera entre los aliados. La política exterior no será precisamente la faceta más brillante del mandato de Obama.
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