En los últimos tiempos el mundo ha visto con horror imágenes escalofriantes que claman soluciones. Aquella escena de decenas de niños sirios gaseados no se borra de las mentes. Tampoco las de los muertos, destrucción y desplazamientos en la Franja de Gaza, o inclusive el llanto de soldados israelíes por la pérdida de un compañero. O la del avión comercial derribado en Ucrania, y en estos días la persecución inclemente de los cristianos en Irak llevada a cabo por el Estado Islámico (EI).
Tal sucesión de hechos impactantes, más allá de ideologías, religión, intereses de poder o petróleo de por medio, sugiere, sobre todo, que algo está pasando con el ajedrez de la política mundial y en particular con el rol de Estados Unidos como ‘policía del mundo’ y la aparente tibieza de su política exterior.
El dilema de la superpotencia de que si interviene con el máximo de recursos se convierte en “injerencista e imperialista”, y si no hace nada se convierte en cómplice de un genocidio, parece haberlo resuelto el gobierno de Barack Obama con una actitud poco idealista y más bien práctica.
Curiosamente, esa actitud hace crecer la percepción de que emergen otros lideratos que le hacen contrapeso y que parecen reeditar guerras frías pasadas. En Siria, la mano la ganó Moscú al evitar una ofensiva militar de Occidente y terciar para que el sanguinario régimen de Bashar Al Asad entregara sus arsenales de armas químicas. La sangría continúa, pero el hecho de que los rivales de Al Asad sean ahora en parte grupos terroristas extremistas como el EI le quita audiencia al conflicto y presiones internas.
En Irak, la Casa Blanca ha optado por una intervención ‘humanitaria’, que deja contentos tanto a halcones republicanos como a demócratas, pero que, en el fondo, no soluciona la crisis. La inversión en formación y entrenamiento de un ejército nacional que huyó en estampida quedó en entredicho, pero los bombardeos quirúrgicos y los pasajes humanitarios intentan evitar un “genocidio”, como lo explicó Obama. Igualmente, las riquezas petroleras del país están a buen resguardo en la sureña Basora. Y no arriesga un soldado…
En cuanto a Gaza, tras el fracaso de su mediación para reanudar las negociaciones de paz entre palestinos e israelíes, EE. UU. no se ha alejado de su tradicional línea de poner por encima de cualquier consideración la seguridad de Israel. La financiación del sistema antimisiles Cúpula de Hierro contribuye a que este país sea un lugar cada vez más seguro. Y, a pesar de que hace llamados a treguas y condenas por la excesiva violencia, deja obrar al gobierno de Netanyahu.
En Ucrania, Rusia logró arrebatarle Crimea, pero Obama se la jugó por las sanciones económicas, algo que le cuesta menos y que previene futuras incursiones separatistas, aunque sabe que quienes pagarán los platos rotos serán sus aliados europeos, desdibujados por su crisis económica y rehenes de su dependencia del gas ruso.
A ellos les ha pedido más cohesión e, incluso, fortalecimiento militar, como diciéndoles que el lío ucraniano era de su resorte y que el Tío Sam no vendrá siempre en auxilio cuando el oso ruso gruña.
Son demasiadas crisis abiertas para aspirar al éxito, a lo que se suma que la administración Obama quiere darles prioridad a sus problemas internos y no a situaciones que, por más que intervenga, no podrá solucionar. Menos idealismo, más pragmatismo. Con mínimos esfuerzos y poco desgaste político interno pretende conseguir réditos que se ajustan más a la realidad de sus intereses nacionales que a lo que el mundo espera de él.
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