Nixon: antes y después
Han pasado 40 años desde que Richard M. Nixon fuese defenestrado por el Congreso de EEUU
Cuando el fantasma del impeachment (proceso de destitución) ronda otra vez por la Casa Blanca tratando de asustar a Barack Obama, la historia parece repetirse como una farsa. Han pasado 40 años desde que Richard M. Nixon fuera defenestrado por un Congreso que le reprochaba haber encubierto primero y mentido después acerca del escándalo provocado por la incursión ilegal de agentes gubernamentales en la secretaría del Partido Demócrata, situada en el edificio Watergate de la capital norteamericana. Nixon tuvo menos suerte que Bill Clinton, el presidente-filósofo cuya frase oral sex is no sex, enunciada como excusa por haber usado su despacho para felaciones intermitentes regaladas por la pasante Mónica Lewinsky, convenció a los congresistas que eximieron de culpa al urgido exmandatario.
Conmemorar el estruendoso despido de Nixon fue ocasión propicia para la aparición de una decena de libros que, en buena medida, invitan a reflexionar sobre la gestión de ese controvertido expresidente. Algunos objetan su ejecutoria doméstica, plena de incidentes, para contener protestas populares que se hacían cada vez más frecuentes y peligrosas durante su mandato. Pero, donde todos coinciden es en alabar los alcances de su política externa, testimoniados en las 3.700 horas de grabación de sus conversaciones telefónicas y presenciales en su oficina, que relievan sus crisis emocionales, casi paranoicas, complotando contra enemigos reales o imaginarios. Una documentación de alto valor que lo distingue como al principal inspirador de arriesgados pasos que, en medio de la Guerra Fría, cambiaron el diseño geopolítico del mundo. Ese material relega al locuaz secretario de Estado, Henri Kissinger, a mero ejecutor y no mentor de la fresca diplomacia que, envuelta en furtivos viajes, sentaron las bases para el reconocimiento de la China Popular, el entendimiento con la nueva realidad vietnamita y las conversaciones de paz con la Unión Soviética.
Menos feliz fue su relación con América Latina, el “patio trasero” donde se instalaron por largos años las nefarias dictaduras militares, que perpetraron todo tipo de violaciones a los derechos humanos. No olvidemos que el 11 de septiembre de 1973 el golpe de Estado que instaló a Augusto Pinochet en La Moneda fue orquestado por la CIA, bajo la orden de Nixon a Kissinger, con esta procacidad: “(A Allende) dale una patada en el culo”. Antes de ello, en 1958, Nixon, entonces vicepresidente, visitó la región y llegó por un día a La Paz, donde en auto descapotable recorrió las calles, airoso, junto al presidente Hernán Siles Zuazo. El entonces secretario de Estado, John Foster Dulles, al recomendar esa visita, necesaria, en un memorándum del 6 de mayo de 1958 señala: “Por la singular e importante reforma social y económica en la cual Estados Unidos está fuertemente comprometido, y que valientemente, el presidente Siles lleva adelante”. Su paso por Caracas fue menos augural, por la lluvia de escupitajos y pedradas que le propinó una multitud ciudadana adversa. Nixon, hostil, fue también encargado de escuchar en 1959 al joven Fidel Castro, quien en visita a Estados Unidos esperaba encontrar al presidente Dwight Eisenhower. Una cita no realizada que quizá hubiese cambiado el curso de la historia, porque Fidel, herido en su amor propio, buscó en Moscú oídos más receptivos para proyectar su revolución social.
He repasado su libro Real war (La verdadera guerra) y, en sus líneas encuentro juicios nixonianos muy sólidos, que en el contexto actual podrían aplicarse a la relación de balance de poder planetario.
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