No dejó de llamar la atención el hecho de que el trascendental anuncio del miércoles del presidente estadounidense, Barack Obama, de que combatirá al grupo Estado Islámico (EI) “esté donde esté”, incluyendo Siria, se hiciera la víspera del 13 aniversario de los atentados del 11-S de Nueva York y Washington, que partieron en dos la historia de ese país y que desnudaron las debilidades que ante el terrorismo tiene cualquier democracia, por más que se trate de la de la principal potencia.
Ahora Obama convoca de nuevo al mundo a luchar contra una amenaza que considera global y que ha dejado no solo en Siria e Irak, sino también en las redes sociales, la muestra de su brutalidad: ejecuciones masivas de hombres inermes, minorías asesinadas por supuesta herejía, miles de desplazados y un régimen de terror que tuvo su mayor expresión mediática en las imágenes que quizás dejaron a Obama sin más alternativa que la de intervenir: la decapitación, registrada en internet, de los periodistas estadounidenses James Foley y Steven Sotloff.
La Casa Blanca plantea, en consecuencia, una estrategia que se basa en cuatro puntos: bombardeos aéreos; no intervención de tropas en tierra; conformación de una coalición internacional, y apoyo a las milicias sirias moderadas. No tendrá límite de tiempo, como para esfumar la ilusión de las guerras relámpago de amarga recordación en anteriores intervenciones en Irak.
Por eso, esta no es una decisión fácil para Obama. Diríamos que la tomó a regañadientes y forzado por las circunstancias y la presión de la opinión pública, ya que en el amanecer de su primer mandato había prometido sacar sus tropas de los conflictos que heredó en Afganistán e Irak para concentrarse en problemas internos tan complejos y cotidianos como la reforma migratoria y la reforma del sistema de salud. En cambio, esta ofensiva contra el EI la asume su gobierno como propia, lo que podría tener un impacto decisivo en el terreno y severas consecuencias políticas internas, dependiendo de los resultados, si se piensa en las elecciones presidenciales de noviembre del 2016, en las que el Partido Demócrata espera repetir, posiblemente con la ex primera dama Hillary Clinton.
Si bien en un comienzo esta parece una ‘guerra justa’, dadas las atrocidades cometidas por el EI y el desafío de su ideario a la humanidad, la vida, la libertad de cultos y otros principios que son universales en las sociedades modernas, podría convertirse en una trampa, de considerarse la complejidad de la zona que se pretende intervenir. ¿Cómo garantizar que los moderados a los que piensa apoyar en Siria no terminen siendo otro enemigo como Al Qaeda? ¿O cómo debilitar al EI en Siria sin que eso fortalezca al sanguinario régimen de Bashar al Asad? O más aún, ¿cómo evitar que la ofensiva degenere en un conflicto sectario, que involucre a toda la región?
Por lo pronto, Washington ha conseguido un importante avance al recabar el apoyo de los países árabes, en particular de los del Golfo, y conseguir de ellos el compromiso de poner fin al flujo de fondos y combatientes hacia el EI.
En la variopinta fauna de los movimientos yihadistas, son muchas las sospechas de financiación que recaen sobre las petromonarquías suníes en su lucha contra el chiismo, una batalla que, no por pasar, de momento, a segundo plano ante la emergencia del Estado Islámico, deja de subyacer en la génesis de las múltiples disputas en Oriente Próximo.
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