Una imagen de televisión, transmitida alrededor de las 10 de la noche en las cadenas de noticias de EUA, encapsula de manera precisa la naturaleza de los eventos que sucedieron tras el veredicto que absolvió al oficial Darren Wilson de ser enjuiciado por haber matado a tiros al adolescente Michael Brown. De un lado de la pantalla, el presidente Barack Obama, con su figura cada vez más delimitada y posiblemente evitando transmitir rabia ante el veredicto, expresaba con poco convencimiento la idea de que era mejor no protestar violentamente. Del otro, la cámara fija en la protesta contra el veredicto en la avenida West Florissant, la principal de la ciudad de Ferguson, Missouri, mostraba el incendio que comenzaba a consumir automóviles y establecimientos comerciales. Al final de la noche, 12 negocios, incluyendo un lugar de renta de bodegas, una tienda de autopartes y una pizzería, terminarían consumidos por el fuego. Para comprender este acontecimiento es necesario suspender por un momento dos impulsos que parecen informar los reportajes –el pudor liberal ante cualquier protesta que se sale del cauce pacífico y la tentación de la nota amarillista que se centra en la explosión y no su causa– y enfocarse en la razón que lo subyace, un procedimiento judicial injusto y lleno de irregularidades que ha inflamado las tensiones raciales del área de St. Louis.
En un texto publicado en agosto en este espacio expuse algunas de las lógicas socioeconómicas relevantes al asesinato de Michael Brown. A partir de entonces, la comunidad ha participado de manera intermitente, y muchas veces intensa, en protestas diversas en búsqueda de justicia, o, por lo menos, de una forma de dar cauce institucional a través del proceso judicial. Esa esperanza se perdió el lunes. En una conferencia de prensa pronunciada con frialdad desconcertante, Robert McColloch, el fiscal general de St. Louis anunció que el “grand jury” convocado para definir si podían levantarse cargos contra el oficial Wilson determinó que ninguna de las cinco cargos para hacerlo –que iban desde “homicidio en primer grado” hasta “homicidio involuntario”– procedía.
Según diversos reportes de prensa, los “grand juries”, imputan cargos (“indictment” es el término legal en inglés) en prácticamente todos los casos y es extremadamente raro que en esta ocasión no lo hayan hecho. Y, de acuerdo con este reporte del Bureau of Justice Statistics, en 162,000 casos federales, solo 11 no resultaron en imputación. Aún si uno acepta que estos datos corresponden a casos federales y no locales, la decisión es desconcertante, aunque, como menciona el blog estadístico FiveThirtyEight, existen razones para sospechar que los jurados favorecen a policías en casos similares. El analista legal del New Yorker, Jeffrey Toobin y el jurista Paul Campos, entre otros, han señalado enormes irregularidades, que llevan a sugerir un tratamiento especial por parte del fiscal Robert McCullouch, encargado de presentar los cargos y de instruir al jurado, al oficial Darren Wilson de parte del fiscal y una posible. McCullouch, en “aras de la transparencia” ha liberado todos los documentos utilizados en el proceso. Esto en sí mismo es irregular (en general los documentos se sellan cuando no hay imputación para proteger la reputación de los acusados absueltos), pero también es una estrategia política que recibe el nombre de “document dump”: soltar una cantidad enorme de información sin editar para diluir el impacto político de su contenido.
Sin embargo, varios periodistas –muchos de ellos con experiencia jurídica– han encontrado evidencia de manipulación en estos documentos. Lawrence O’Donnell, de la cadena MSNBC, reportó un grave error legal, en el cual una fiscal asistente llamada Kathy Alizadeh, de la oficina de McCulloch, proveyó a los miembros del jurado un estatuto legal sobre el uso de fuerza física en el Estado de Missouri de 1979, que fue revocado en los años 80 porque caía dentro de un tipo de estatuto declarado inconstitucional por la Suprema Corte. Cuando un miembro del jurado preguntó a Alizadeh si la Corte Suprema tiene precedencia legal sobre el Estado de Missouri, en vez de responder claramente que sí, –lo que implicaría que el estatuto no tiene vigencia–, simplemente le dijo “no necesitan preocuparse sobre eso”. Desde todos los ángulos posibles, queda claro que el fiscal McCulloch y sus empleados no hicieron lo que los fiscales deben hacer: representar a la parte acusatoria. En vez de instruir al jurado sobre las formas en que procederían los cargos, tomaron una posición deliberadamente neutra y siguieron procedimientos que hicieron imposible la imputación de cargos. Actuaron como si fueran parte de la defensa.
McCulloch siguió en esto una trayectoria personal y legal que favorece a la policía (a los policías blancos) en casos con tintes raciales. Muchos de sus críticos apuntan al hecho de que su padre, un policía, fue asesinado cuando él tenía 12 años por un sospechoso afroamericano al que perseguía. Más allá del detalle biográfico, en sus más de dos décadas de fiscal, como documenta el St. Louis Post-Dispatch, ha tenido otros casos controversiales, destacando en particular un caso de 2001, donde declinó levantar cargos contra dos policías que, en una investigación encubierta, dispararon 21 veces contra dos sospechosos desarmados. La otra cuestión que ha inflamado los ánimos es el apoyo que ha recibido Darren Wilson de parte de la fiscalía, los medios, y una gran cantidad de gente que ha donado dinero a su causa. Fue beneficiario de una campaña que recaudó más de 400,000 dólares, se casó y salió a decir que su conciencia está limpia. La actitud tanto de McCulloch como de Wilson ha sido interpretada por muchos miembros de la comunidad de Ferguson y de St. Louis como una burla.
Si bien el veredicto no fue un total sorpresa, debido a la conocida postura de McCulloch, fue su petulante conferencia de prensa la que acabó por detonar el polvorín. La presencia policial en la ciudad ha sido intensa debido que el gobernador Jay Nixon convocó a la Guardia Nacional, hecho que inflamó más las tensiones en la ciudad. La militarización de la ciudad en la semana anterior, el cierre masivo de escuelas y negocios en espera del veredicto y la fuerte movilización policial, contribuyó a intensificar las protestas. Por esta razón, lo acontecido la noche del 24 fue llamado por el New Yorker “Crónica de un disturbio anunciado”, atribuyendo a la movilización de los días anteriores la intensificación de las protestas. La revista satírica The Onion lo expresó con claridad y lucidez en un encabezado que precedió a las protestas: “Fuerte presencia policial en Ferguson para asegurarse que los residentes sean adecuadamente provocados”. Los incendios en Ferguson fueron el fuego atizado por una semana de cinismo e injusticia.
Hoy, unos días después del fuego, las protestas continúan en las calles aunque con menor intensidad. Las detenidas lecturas de la documentación del proceso legal comienzan a sugerirse un caso federal por abuso de los derechos humanos, algo improbable por parte de la administración Obama, que siempre ha sido sumamente tímida en cuestiones raciales y que espera férrea oposición a la nominación de una candidata a fiscal general de Estados Unidos. La intervención del Departamento de Justicia sin duda tendría consecuencias políticas que el presidente Obama prefiere evitar. Pero la rabia continúa. Comienza a sugerirse en algunos medios que la forma en que la policía manejó las protestas causó la quema de Ferguson, de manera deliberada, mientras que la zona de Clayton, de clase alta y donde radica el gobierno de la ciudad, fue más eficientemente protegida.
La rabia de la comunidad, no solo responde a una injusticia, sino al racismo que sigue tratando las vidas de los afroamericanos como desechables: En el testimonio, Darren Wilson describió a Brown, como un “demonio”. No un ser humano, sino una criatura terrible. Esta forma de percibir a Brown no pertenece solo al policía, por supuesto, sino a la sociedad, que ve a los jóvenes afroamericanos como bestias, monstruos, demonios, en cuyos cuerpos se puede vaciar una pistola sin problemas, porque los jurados y los fiscales comparten el mismo el miedo, el mismo odio. Dos casos, entre muchos otros, siguen demostrándolo. En Nueva York, hace unos días, un policía novato llamado Peter Liang, en circunstancias aún no aclaradas, desenfundó su arma en una escalera poco iluminada, disparó y mató a Akai Gurley, un aspirante a actor que no había hecho nada. No era buscado, no cometió ninguna falta más que ser negro y caminar en una escalera oscura. Incluso el comisionado de la policía de Nueva York reconoció públicamente que no había razón alguna por la cual Liang debía haber disparado. En Cleveland, Tamir Rice, un niño de doce años que jugaba con una pistola de juguete, fue asesinado por dos policías que, en una intuición que solo puede ser explicada como una combinación de paranoia y racismo, creían que consistía en una amenaza. Según se observa en un video distribuido en los medios, tomó solo dos segundos para que los policía tomaran la decisión de disparar.
Brown, Gurley, Rice, en distintas circunstancias, fueron víctimas del racismo de policías blancos. Brown además fue víctima de un sistema judicial que protege a los racistas. No es casual que una de las instituciones que defendieron con mayor vehemencia a Wilson fue el Ku Klux Klan: la falta de justicia es un síntoma de un supremacismo blanco que no desaparece.
Ferguson ardió como respuesta a la frustración por esa injusticia. Pero en las cenizas hay atisbos de esperanza. Una de las dueñas de los negocios afectadas, que, a diferencia de los establecimientos corporativos, no tenía seguro que cubriera sus pérdidas, ha recibido más de 200,000 dólares en donaciones para reconstruir su negocio. Y ante el cierre de los distritos escolares, la biblioteca municipal de Ferguson se mantuvo abierta, permitiendo a los padres a traer a sus hijos a refugiarse del miedo y del odio, y a los maestros mantener contacto con sus estudiantes. Es importante recordar estos dos eventos, más que ningún otro, porque muestran como una comunidad victimizada por el racismo, el odio y la injusticia, y que explotó en la frustración ante el desprecio de las autoridades, mantiene en el fondo su humanidad, que le permitirá seguir resistiendo. “Black Lives Matter” es el nuevo grito de justicia, ante los racistas que insisten que “fue su culpa”, que “era un criminal”, que “son asesinatos culpa de la comunidad negra y su actitud”. Esas vidas que no importan, como la de Brown, la de Rice, la de Gurley, y, también, las de los normalistas de Ayotzinapa, los muertos de Tlatlaya y todos aquellos que los Estados y las policías borran impunemente, son el centro de la lucha contemporánea por la dignidad y por la justicia. En Ferguson se perdió una batalla, pero en continuar esa lucha queda un deber inmediato, urgente, y a largo plazo.
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