La respuesta de un gobierno a las justas exigencias de sus ciudadanos sirve para aquilatar la legitimidad de dicho gobierno. En los últimos meses hemos visto a dos gobiernos –el de Estados Unidos y el de México– enfrentar situaciones que ponen a prueba el estado de derecho.
No se trata de una comparación ociosa, ni mucho menos de una apología fácil, es decir, argumentar que en todas partes se cuecen habas. Se intenta apreciar la forma en que cada gobierno resuelve (o trata de resolver) una crisis. Empecemos por lo que ocurre en Estados Unidos.
En los últimos cuatro meses las tensiones raciales en Estados Unidos han vuelto a acaparar la atención del gobierno federal y los medios de comunicación. Las relaciones entre blancos y negros han dominado buena parte de su historia como nación y antes como colonia. Ahora se han multiplicado los casos en los que un policía blanco ha matado a un ciudadano negro.
El detonador ocurrió en Ferguson, pueblo del condado de Saint Louis, Missouri. El pasado 9 de agosto un policía blanco mató a un adolescente negro, Luego hubo casos parecidos en Nueva York, Cleveland y Phoenix. De inmediato el gobierno federal y los medios de comunicación se movilizaron.
No pocos comentaristas trataron (y siguen tratando) de desviar la atención de las justas demandas de los manifestantes hacia otras cuestiones: la violencia de algunos manifestantes; las estadísticas de los asesinatos de negros por negros; la idea de que se trata de un asunto de desigualdad económica, es decir, un tema de clase y no de raza.
Las primeras versiones de lo ocurrido estuvieron a cargo de testigos presenciales y amigos de la víctima. Las autoridades municipales guardaron silencio. Continuaron las protestas y el presidente Barack Obama tardó en pronunciarse, prefiriendo enviar a Ferguson a su procurador general de justicia, Eric Holder. La oficina de Holder también ha iniciado una investigación de lo ocurrido en Nueva York. Busca determinar si hubo una violación de los derechos civiles.
El gobierno federal decidió intervenir en esos casos porque la policía y autoridades locales parecen haber fallado. En un acto insólito el fiscal del condado de Saint Louis no presentó los elementos para enjuiciar al policía D. Se limitó a convocar un gran jurado. Éste escuchó los testimonios de los testigos y lo exoneró. Algo parecido ocurrió en Nueva York.
Las manifestaciones han continuado en muchas ciudades. Se trata de una protesta por la manera en que se comportan algunos policías blancos ante un sospechoso de raza negra. Son casos de lo que eufemísticamente se ha llamado racial profiling, la tendencia de perseguir a ciertos supuestos criminales porque son negros.
Algunos estadunidenses blancos se quejan de que los negros están jugando la carta racial cuando lo que deberían hacer es dejar a los policías cumplir su trabajo. Lo cierto es que sigue habiendo una marcada división racial en ese país. Muchos negros temen a la policía y dudan del sistema de procuración de justicia.
El presidente Obama no la tiene fácil. La semana pasada señaló que algunos estadunidenses no confían en la policía. Habló de que hay gente que cree que no se les trata de manera justa y agregó que es un problema de todo el país. Se pronunció en favor de la intervención del gobierno federal ante las carencias de las autoridades y policía municipales. Su respuesta sobre las tensiones raciales ha sido tibia.
En México los pasados meses han puesto al descubierto la gravedad de la crisis política y social del país. La clase política ha demostrado su ineptitud para asegurar un estado de derecho. No puede o no quiere combatir la corrupción del sistema, la violencia, la impunidad de los criminales y la influencia de los narcotraficantes. Sobre todo no ha podido aclarar las decenas de miles de muertes ni resolver el azote de las desapariciones.
La tarea del presidente Enrique Peña Nieto es mucho más complicada que la de Obama. Desafortunadamente no parece estar a la altura de las circunstancias. Así lo demostró en su discurso del pasado 27 de noviembre y así lo indica la respuesta que ha intentado para justificar su propio patrimonio.
El detonador de la actual crisis nacional fue la violencia de los hechos del 26 de septiembre que resultaron en la desaparición forzada de 43 normalistas de Ayotzinapa en Iguala, Guerrero. Se presume que la alcaldía los entregó al crimen organizado y que fueron ejecutados y calcinados. El pasado domingo el procurador general de la República confirmó que restos encontrados eran de uno de los normalistas.
Las autoridades federales tardaron en reaccionar. Las investigaciones iniciales revelaron la existencia en Guerrero de innumerables fosas clandestinas. La pesadilla apenas comienza.
Luego se detuvo a decenas de policías y autoridades municipales, incluyendo al alcalde de Iguala y su esposa. La intervención de las autoridades federales fue lenta. Las protestas se han multiplicado y el reto para el Presidente es enorme. Al igual que en Estados Unidos, algunas televisoras se han concentrado en los actos de vandalismo en algunas manifestaciones.
En México tenemos un problema de ingobernabilidad y desigualdad. Se multiplican las propuestas reformistas, que van de seguir parchando la Constitución a una refundación del Estado.
En ambos países el meollo del asunto parece ser la desconfianza de la población en los sistemas de procuración de justicia. Obama sabe que hay límites a lo que puede hacer el gobierno federal. Peña Nieto no da muestras de oficio político y las instituciones encargadas de velar por el respeto a los derechos humanos también carecen de credibilidad.
Obama a veces confunde su papel de presidente con su pasado de catedrático de derecho. Peña Nieto opera en Los Pinos como si aún estuviera en Toluca.
Obama está viendo cómo asegura su legado en estos dos últimos años de su segundo cuatrienio. Con cuatro años por delante, Peña Nieto debe estar pensando cómo salvarse políticamente. Tendrá que tener presente que legislar no es gobernar.
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