En 2009 el presidente Barack Obama empezó su gobierno en un ambiente de gran optimismo. La opinión pública abrigaba la esperanza de que el país mejoraría pese a la crisis económica que estalló en el otoño anterior. Se avecinaban cambios y la elección de Obama se convirtió en el símbolo de ellos. Además, el Partido Demócrata tenía mayoría en las dos cámaras del Congreso.
Obama llegó con una agenda ambiciosa basada en sus propuestas y promesas durante la campaña electoral en 2008. En materia de política interna optó por concentrar su esfuerzo inicial en una reforma del sistema de salud. Y en 2010 logró la aprobación de la Ley de Protección de Pacientes y Cuidados de Salud Accesibles, conocida como Obamacare.
Pospuso la reforma migratoria a fondo pero, a partir de 2011, con una mayoría republicana en la cámara baja, dicha ley se quedó en el tintero.
En el terreno internacional Obama quiso cambiar la imagen de Estados Unidos en el mundo. Durante su primer año tuvo éxitos notables. En Europa y partes de Asia subieron sus bonos cuando anunció que terminaría con la presencia militar de Estados Unidos en Afganistán e Irak.
En 2009 Obama tuvo momentos memorables, cuando menos en el papel. En sendos discursos en Praga y El Cairo anunció que lucharía por un mundo libre de armas nucleares y que trataría de mejorar las relaciones con los países musulmanes del Medio Oriente. En 2009 Obama también extendió su mano al presidente Dimitri Medvediev de Rusia. Al año siguiente firmaron un acuerdo para reducir aún más sus arsenales nucleares estratégicos.
Pero luego vendría la resaca. Con el regreso de Vladimir Putin a la presidencia de Rusia en 2012 empezaron a deteriorarse las relaciones entre Moscú y Washington debido a las aventuras del primero en Ucrania y la obsesión del segundo por seguir ampliando la OTAN con países fronterizos con Rusia. Además, Obama decidió autorizar la modernización del arsenal nuclear estadunidense y la llamada primavera árabe ha tenido, salvo en Túnez, consecuencias imprevistas y desalentadoras.
Los presidentes de Estados Unidos suelen pasarla mal al final de su administración. Suelen pensar en su legado histórico, en lo que llamo el síndrome de Mount Rushmore, la montaña en el estado de Dakota del Sur que tiene esculpidas las cabezas de cuatro presidentes (George Washington, Thomas Jefferson, Abraham Lincoln y Theodore Roosevelt).
Pero, sin posibilidad de seguir en el cargo, los presidentes salientes se convierten en lo que suele llamarse un lame duck, literalmente un pato rengo.
En 2015 Obama inicia los dos últimos años de su gobierno con mayorías republicanas en las dos cámaras del Congreso. Es un lame duck en serio. Difícilmente podrá trabajar con diputados y senadores que tienen una agenda que él no comparte. De ahí que haya iniciado un ejercicio unilateral de intentar conseguir resultados mediante órdenes ejecutivas, medidas a las que han recurrido todos los presidentes estadunidenses, con raras excepciones.
Las órdenes ejecutivas son un mecanismo que puede emplear el Poder Ejecutivo para llevar a cabo ciertas acciones de poca importancia, pero también para aplicar ciertas disposiciones de una ley ya aprobada por el Congreso. Así, por ejemplo, echó reversa a su política de deportaciones masivas y evitará, cuando menos hasta el final de su mandato, dividir a las familias de millones de indocumentados.
Obama también ha ordenado la reanudación de relaciones diplomáticas con Cuba. Es un paso simbólico que le asegura un lugar en la historia. Desafortunadamente, las sanciones contra Cuba las impuso el Congreso y sólo el Poder Legislativo puede levantar el embargo.
¿En que otros campos podría Obama incidir en estos años sin necesidad de recurrir al Congreso? En uno –la promesa de cerrar la prisión en Guantánamo– ya ha avanzado bastante. Siguen 127 detenidos y quizás logre reubicarlos pronto.
Los críticos de Obama suelen decir que le gusta pedir disculpas por supuestos errores de Washington en el pasado. Citan como ejemplo a la prisión en Guantánamo. Lo que no dicen esos críticos es que es un símbolo de lo que no debe hacer un país como Estados Unidos. Tampoco mencionan su precio: cada prisionero cuesta anualmente unos 3 millones de dólares, cuando un detenido en una cárcel de máxima seguridad sale en 75 mil dólares.
Otra cuestión que quizás Obama pueda resolver desde su escritorio es la relación con Irán. Para ello tendrá que concluir con éxito el acuerdo que se está negociando con Teherán para asegurar que su programa nuclear sea exclusivamente con fines pacíficos. Ello podría resultar en algunas medidas para mejorar las relaciones con esa nación.
Las relaciones con México también podrían matizarse desde la Casa Blanca. El pasado martes el presidente Enrique Peña Nieto hizo una breve visita a Washington. Hubo protestas en la capital estadunidense y en las redes sociales por Ayotzinapa y organizaciones no gubernamentales insistieron en que Obama abordara en detalle las violaciones de los derechos humanos en México.
Quizás nunca se sepa lo que Obama le dijo a Peña Nieto en privado. Lo que escuchamos de Obama en la amañada (no se permitieron preguntas) comparecencia ante la prensa fue una declaración muy tibia. Cabe recordar que tiene a su alcance medidas para reducir, si no se respetan los derechos humanos, la ayuda que México recibe de Estados Unidos conforme a la Iniciativa Mérida para combatir el narcotráfico y el crimen organizado. Ojalá que Washington ejerza una mayor presión en este campo.
Obama está resurgiendo como presidente. Los ejemplos anteriores son muestra de ello. También lo es el acuerdo firmado en noviembre con China sobre cambio climático, que quizás asegure el éxito de la conferencia que sobre esta cuestión de vital importancia se celebrará en París este año.
En este último tramo de su presidencia, Obama está actuando con cierta audacia y viendo también la recuperación de la economía estadunidense y la caída del desempleo. No está mal para un lame duck.
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