Hace una semana se cumplieron cincuenta años del “domingo sangriento”, un episodio que fue definitivo en la lucha por el derecho al voto para las minorías en EE. UU. En esa histórica fecha, 7 de marzo de 1965, unas 600 personas marcharon de la población de Selma a la ciudad de Montgomery, la capital del estado de Alabama, cuando, a la altura de un puente, fueron brutalmente dispersadas por la fuerza pública. Lo ocurrido en esa épica tarde es el tema central de la recientemente estrenada película Selma.
Tan memorable como lo sucedido en Alabama medio siglo atrás fue la conmemoración del sábado pasado encabezada por el primer mandatario negro que ha tenido este país. El consenso es que desde el mismo puente en el que derramaran su sangre los héroes del movimiento por los derechos civiles, el presidente Barack Obama pronunció el mejor discurso de toda su presidencia. Una pieza de oratoria magistral, que hila el pasado con el presente y reivindica el progreso conseguido, mientras ofrece una visión del futuro que, sin ignorar los desafíos, reconforta e inspira.
Obama sabe muy bien que no se puede gobernar a punta de oratoria, pero entre las funciones más importantes de un mandatario está la de darle coherencia al discurso público –ser el narrador en jefe, como dicen aquí– y contarles una historia a los ciudadanos que los una, les dé sentido de propósito y, sobre todo, optimismo.
Inevitablemente, el discurso de Obama me hizo pensar en Colombia, y un concepto en particular me quedó dando vueltas en la cabeza: la idea de que los héroes no son necesariamente excepcionales, sino individuos que tienen lo que Obama describe como la “imaginación moral” para reconocer que el cambio depende de sus propias acciones y actitudes. Parece obvio, pero es importante articular el concepto en palabras, porque sin esa dosis de imaginación moral los norteamericanos de color estarían esperando todavía la oportunidad de definir su futuro en las urnas.
Creo que la actual coyuntura que vivimos en Colombia, la posibilidad de firmar un acuerdo de paz tras medio siglo de guerra, es tan crucial como los momentos definitivos por los que ha atravesado la democracia estadounidense, incluyendo la marcha de Selma. No será apenas un paso más en el camino del progreso o una mejora marginal de lo que tenemos ahora, sino un salto dramático en la clase de país que podemos y merecemos ser. Pero a veces me pregunto si le estamos dando suficiente espacio a que crezca y se fortalezca nuestra imaginación moral, por andar tan ocupados alimentando el pesimismo y dándoles micrófonos y credibilidad a quienes insisten en que debemos seguir amarrados a un pasado que solo promete más infelicidad.
Y aquí viene el segundo concepto que me impactó en el discurso el sábado del presidente Obama: la trampa de creer que no ha habido progreso y que, a pesar de toda la evidencia de lo que ha cambiado, nada ha cambiado en realidad. Otra vez aquí hay profetas del desastre que quieren convencernos de que la violencia en Colombia es endémica, de que nuestras diferencias son insalvables, de que nuestros pecados, imperdonables. Quienes se empeñan en negar lo que hemos avanzado en las últimas décadas nos quitan la capacidad de cambiar las cosas, librándonos al mismo tiempo de la responsabilidad de construir una sociedad mejor. Triste receta para un país que tiene todo para ser exitoso, y equivocada lección para las generaciones que nos siguen.
A quienes tengan la oportunidad les recomiendo que se den un paseo por las palabras de Obama para que los reconforte entender que, así como las personas, los países se tropiezan y algún día también se levantan.
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