Of the Dishonest and Disgraceful

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El momento más revelador del segundo debate entre los aspirantes republicanos a la candidatura de su partido a la presidencia de Estados Unidos sucedió no en el encuentro reservado para los punteros como Donald Trump, Jeb Bush o Marco Rubio sino en el debate previo, el de los candidatos rezagados en las encuestas. Ocurrió en un intercambio entre Lindsey Graham, senador veterano de Carolina del Sur, y Bobby Jindal, el gobernador de Louisiana, ambos sin posibilidad alguna de llegar a la Casa Blanca. En un arrebato de fanfarronería, Jindal le reclamaba a Graham su supuesta falta de valor para enfrentar a Barack Obama. De acuerdo con Jindal, los republicanos en el Senado debían incluso amenazar con cerrar las operaciones del gobierno estadounidense si Obama no accede a una serie de demandas de la agenda conservadora. Graham, un hombre refinado, puso en su lugar a su rival con una frase memorable. “Bo-bby”, comenzó Graham, “estamos buscando ser presidente de Estados Unidos, el trabajo más importante del mundo. Y esa intención requiere de una buena cantidad de honestidad. Estoy cansado de decir las cosas que la gente quiere escuchar aunque yo sepa que no puedo llevarlas a cabo”.

El momento, que habrá durado apenas unos segundos, fue un brevísimo episodio de lucidez moral en una época donde la honestidad parece haber prácticamente desaparecido en las campañas políticas estadounidenses. El Partido Republicano en particular se ha convertido en una máquina de medias verdades. Al menos desde George W. Bush, los republicanos han cedido al vicio de la mentira populista. Antes que decirle la verdad a sus votantes más extremos (por ejemplo: “Es una irresponsabilidad infinita amenazar con cerrar el gobierno y no lo vamos a hacer, sin importar cuán popular sea la medida entre ustedes”), los republicanos parecen obstinados en recurrir a la falacia como instrumento proselitista. Lo hacen porque es políticamente redituable, pero también porque es más fácil. ¿Para qué enredarse con los matices de la verdad cuando el aplauso fácil está al alcance de la mano?

Durante el debate de los candidatos que ocupan los primeros lugares en las encuestas, los candidatos incurrieron en una larga lista de mentiras. Prácticamente todos, desde Trump hasta Carly Fiorina, hicieron malabares con la verdad. En política exterior, la economía o hasta sus trayectorias personales, los candidatos optaron por mentir para avanzar algunas posiciones en las encuestas. Jeb Bush incluso trató de mentir sobre su estatura. Antes del debate, las cámaras lo captaron parándose de puntitas para tratar de parecer más alto de lo que es en realidad. De ese calibre es el apego republicano al engaño.

Nada de esto, por supuesto, es enteramente nuevo. Suponer que los políticos de antaño fueron mejores o más honestos es una ingenuidad. Pero algo hay especialmente fétido en el aire de 2015: un descaro distinto, una falta de pudor asombrosa y, sí, nueva.

El ejemplo perfecto ocurrió un día después del debate de la semana pasada. El protagonista fue esa máquina de insensateces que es Donald Trump. Después de una noche para el olvido frente a sus rivales republicanos (que parece haberle costado al menos ocho puntos en las encuestas), Trump se dirigió a New Hampshire para una asamblea abierta a participación del público. La primera pregunta de la noche fue una perorata racista cortesía de un tipo que le aseguró a Trump que Barack Obama no era estadounidense y sí era musulmán. La realidad, claro está, es la opuesta. Obama nació en Hawaii y es cristiano. ¿Qué hizo Trump ante la ignorancia del racista aquel? ¿Decidió corregirlo? ¿Optó por la verdad incómoda o se aferró a la mentira populista para ganarse el aplauso fácil? Por supuesto, en un ejemplo perfecto de su deshonestidad, hizo lo segundo. “Necesitamos esa pregunta”, dijo Trump antes de proseguir su discurso sin aclarar el error de su interlocutor.

La historia, en este caso, ofrece un contraste notable. Hace siete años, durante la campaña presidencial de 2008, el candidato republicano enfrentó una situación idéntica en un foro público en Minnesota. En aquella ocasión, una mujer le dijo a John McCain que Obama era un “árabe” en el que era imposible confiar. McCain actuó con gallardía; le quito el micrófono a la señora aquella y la corrigió: “No, señora. Es un hombre de familia decente con el que tengo desacuerdos. Y no es árabe”. En otro momento de aquella misma asamblea, McCain le aclaró a la audiencia que no debían temerle a Obama: “Obama es una persona decente y no tienen por qué tener miedo de que se convierta en presidente del país”. A cambio de su honestidad, McCain fue sonoramente abucheado. Pero no le importó: su compromiso con el decoro y la verdad resultó más importante que la persecución del poder. Eso pasó hace siete años. A juzgar por cuán inusual se ha vuelto la decencia, parecería que fue hace un siglo.

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