Un despropósito llamado Trump
Se asume que en democracia todos los discursos tienen el mismo nivel de legitimidad, por ello las libertades de creencia, pensamiento y expresión están garantizadas en el sentido más amplio posible. Hay, sin embargo, una excepción y se encuentra precisamente en el discurso que niega esta posibilidad.
Después del horror que significó el régimen nazi, en Alemania se prohibió por ley la existencia de los partidos fascistas. Y es que, por definición, esta ideología resulta excluyente de todas las demás. Se trata de un discurso que le da la espalda a la posibilidad de la diferencia, en el que los fines justifican cualquier medio y en el cual la lógica de la violencia se impone como método de disuasión a quienes estén en desacuerdo.
El argumento democrático por excelencia de Voltaire, que reza: “podré estar en desacuerdo con lo que dices, pero daría la vida por defender tu derecho a decirlo”, encuentra su límite absoluto en la ideología fascista, pues aunque pueda presentarse como una paradoja, la democracia requiere comportarse intolerante frente a la intolerancia.
Es de sumo peligro para la libertad que haya personajes portadores de peroratas racistas y xenófobas y que incitan públicamente al odio, que apelan francas patologías del poder y que se proclaman a sí mismos como los redentores de una “nación agraviada y amenazada” por los extranjeros y diferentes.
De ahí que no basta con decir que Donald Trump ha encontrado un “nicho” de electores de clases medias, de baja escolaridad, empobrecidos o vapuleados en su patrimonio por la crisis, porque decirlo simplemente así elimina de facto la responsabilidad que tiene la ciudadanía de rechazar cualquier discurso que atente en contra de los derechos humanos.
Lo que debe comprenderse ante un sujeto como Donald Trump es que el mal sigue ahí, que el fascismo no ha sido jamás erradicado ni en la arrogante Europa ni en Estados Unidos de América, un país que se ha proclamado históricamente como el defensor global de las libertades y que hoy resurge como una peligrosa amenaza en medio de una crisis de desigualdad, pobreza y deterioro ambiental global.
¿Qué ocurre en un país como Estados Unidos de América, en el que hace ocho años logró posicionarse exitosamente un discurso de esperanza, de ánimo de transformación social colectiva y de apuesta por la diferencia y en el que ahora un sociópata se ha colocado como el virtual candidato republicano a la Presidencia de aquel país?
¿Por qué la población “hispana”, siendo vilipendiada y amenazada, vota por Trump? ¿Por qué en esa sociedad, que es depositaria de muchas de las que son consideradas como las mejores universidades del mundo, ha crecido un discurso abiertamente intolerante, racista y xenófobo? ¿Por qué en el país con muchos de los mejores museos y salas de concierto del mundo un tipo como Trump se puede presentar como la opción de cambio?
Estas preguntas ya se plantearon en la década de los 30 frente a un sujeto como Hitler. Las respuestas, evidentemente, llegaron demasiado tarde. Hoy, la sociedad norteamericana tiene la responsabilidad de decirle no a la posibilidad de que el mal triunfe otra vez, porque eso es lo que está en el fondo de la campaña de Trump: la tentación histórica de destruir a los otros, de hacer del odio el instrumento para suprimir a los adversarios y de someter y humillar a los vencidos.
El despropósito de la campaña de Trump se encuentra no sólo en lo espantoso que tiene en sí mismo este personaje, sino también en el fanático y hasta frenético fervor que despierta en millones de norteamericanos. La esperanza, hay que decirlo así, que es la democracia, logrará imponerse y podrá exorcizarse la candidatura republicana que ya parece inevitable, pues lo que inició como un mal chiste hoy amenaza con convertirse en una peligrosa y macabra jugada de la historia.
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