Trump Is a Global Brand

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Insistir, repetir o hacer hincapié en algo sin conseguir resultados es un ejercicio inútil que conduce a la melancolía. Pero, excepcionalmente, conviene persistir. Este es el caso con Donald Trump que, lejos de descarrilar en la campaña presidencial de EE UU, mantiene posibilidades de dar la sorpresa mayúscula y convertirse en presidente. Aún improbable, pero aterrador para un mundo sumido en una crisis colosal de migraciones y un creciente malestar. Trump es una marca global, la del populismo, con soluciones simples para problemas complejos. Esto estará mañana en Hungría en el referéndum sobre la inmigración, pero crece también en Francia, en Austria, en Alemania, en Suecia, en Holanda, en Dinamarca, en Reino Unido.

El método es simple. Se trata de desatar emociones, despreciando la verdad, atizando políticas del miedo. Inmigrantes, expulsarlos; medios de comunicación, mentirosos; élites gobernantes, chorizos; elecciones, trucadas; “el libre comercio nos roba empleos nacionales”, aislacionismo. Las respuestas crean una serie de falsos positivos que sirven para reforzar los prejuicios de los votantes presos de la ansiedad económica. Resulta muy difícil enfrentar la fuerza emocional de este populismo usando argumentos racionales.

Hillary Clinton no acaba de despegar —aunque triunfó en el primer debate televisado—, pero no porque el charlatán millonario esté subiendo, sino porque Clinton tiene problemas para alcanzar al menos el 40% de los sufragios, sin el que es imposible obtener la victoria. Trump confirmó su caricatura y, sobre todo, su falta de preparación para la presidencia. Su ignorancia sobre el mundo y sobre su propio país es abisal. Clinton señaló su impostura y mostró que ella sí se había preparado para el debate, y para ser presidenta.

Trump presume de intuición y de un temperamento ganador. Su inteligencia deriva de su habilidad —así lo afirmó en el debate— para no pagar impuestos. Cuesta insistir en lo que parece una caricatura, pero es obligado hacerlo. Es un error garrafal considerar a Trump un candidato normal producto de la cultura y del sistema de EE UU. Enfrenta su rabia y fanatismo contra la razón con la que opera Clinton. Desprecia a las mujeres, la diversidad, la libertad de expresión. Patea el tablero de juego democrático.

La historia no está acabada. Reaparecen los viejos demonios y no está de más recordar que el suicidio de las naciones es posible. Ocurrió en el siglo XX en la culta Alemania. Los estadounidenses no se han vuelto locos y cabe esperar que la campaña, con otros dos debates televisados, irá haciendo más evidente la impostura del candidato republicano, al que los grandes medios someten —ya era hora— a una implacable prueba del algodón que desmonta su constante demolición de la verdad.

Clinton no es una buena candidata. Pero está preparada para ocupar la Casa Blanca. El columnista conservador George F. Will escribió esta semana que Trump es el Fernando VII americano, el rey felón que, cuando recuperó el trono de España en 1813 prometió “acabar con la funesta manía de pensar”. Michelle Obama ha sido más directa: “Necesitamos un adulto en la Casa Blanca”. Clinton es la adulta.

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