Este año, la incertidumbre ha sido el principal rasgo de las relaciones internacionales.
La incertidumbre ha sido el principal rasgo de las relaciones internacionales este año. Se ha ratificado la emergencia de un mundo multipolar que no ha logrado construir equilibrios que permitan su funcionamiento de manera razonable. Mientras tanto, se multiplican las crisis políticas y se exacerban viejos y nuevos conflictos en todo el orbe.
Aunque el debilitamiento de la hegemonía estadounidense y el surgimiento de nuevos poderes geopolíticos era ya un rasgo de la política global desde hace un decenio, sus síntomas y consecuencias se han vuelto más visibles recién en los últimos años. Las estrategias de actores clave del sistema, como Estados Unidos, se han vuelto poco predecibles, mientras aumenta la influencia de nuevos protagonistas, como Rusia o China, y aparecen conflictos en los que no se está logrando consensos, verbigracia, en la península coreana o en Medio Oriente.
El unilateralismo en la política exterior de muchos países, con buenas o malas razones, se ha confirmado, sin importar la desestabilización que esto puede implicar. La decisión de Estados Unidos de trasladar su embajada a Jerusalén o la intervención de Moscú en Ucrania y Siria son ejemplos de esta tendencia. Al mismo tiempo, se han debilitado la capacidad de mediación en casi todas las instituciones multilaterales, como las Naciones Unidas, la OEA o Unasur en nuestro hemisferio; al punto de que florecen alternativas ad hoc para tratar ciertos conflictos, como está pasando, en cierta medida, en el caso venezolano.Parecería que estamos en un periodo transicional, en el que el viejo mundo de hegemonía occidental, liderado por Estados Unidos y regulado hasta cierto punto por las estructuras de diálogo multilateral creadas después de la Segunda Guerra Mundial, está dejando de funcionar, sin que se precisen los contornos de un nuevo sistema multipolar, en que ciertos actores tendrán mayor poder y que requerirá un reajuste de los mecanismos de diálogo internacional concordantes con esta nueva realidad. Y ante la ausencia de un “nuevo orden”, la incertidumbre aumenta y la gestión de la conflictividad pierde efectividad, aumentando el riesgo de la violencia como salida a las controversias.
Se podría creer que la decadencia de la hegemonía occidental es positiva y hasta justa, pues abre el juego a actores antes excluidos, desde la óptica de países pequeños, como Bolivia, que han visto su soberanía vulnerada por poderes externos en varios momentos. Pero el surgimiento de un mundo sin espacios institucionales para el diálogo de pares y con gobiernos que actúan solo en base a sus intereses egoístas o los caprichos de sus líderes no es una buena noticia. En tiempos con tantos riesgos, el país debería seguir apostando por la renovación del multilateralismo y, sobre todo, a construir una política exterior con una visión sofisticada y realista de estos escenarios.
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