El acuerdo de comercio entre Estados Unidos, Canadá y México (antes Nafta, ahora USMCA) es sin duda un éxito relativo de la política negociadora de Donald Trump.
Sea cual sea la valoración que se haga de su contenido económico real, lo cierto es que la estrategia combinada de presión y chantajes, articulada con subidas de aranceles, ha preparado el camino para cerrar un pacto en el que casi todas las ventajas aparentes caen del lado de Washington. Además, la relevancia política del acuerdo es indiscutible: las elecciones legislativas están a la vuelta de la esquina, el 6 de noviembre y, por añadidura, la euforia de Trump le proporciona la inercia suficiente para seguir amenazando a China y a Europa con más medidas proteccionistas.
Trump consigue abrir el mercado lácteo canadiense y aumenta el porcentaje de componentes de automóvil de los tres países que debe montar un coche para merecer la exención arancelaria. El Tratado impone un salario mínimo de 16 dólares por hora para quienes trabajen en automóviles y camiones. En la práctica, este punto presiona para generar en México una elevación salarial que encarecerá los costes de producción. En sí misma, la subida salarial, si se produce, debería ser saludada como un beneficio colateral, porque los motivos de Trump han sido estrictamente proteccionistas.
Este es la parte del acuerdo que Trump venderá en Washington. A cambio, silenciará las concesiones en materia agrícola, maderera y azucarera. Pero hay un punto del acuerdo, molesto para Trump, que no ha podido cambiar. Canadá exigió y consiguió que se mantenga un proceso de arbitraje especial, distinto de los tribunales de cada país, para decidir sobre las disputas en el cumplimiento del acuerdo. La administración estadounidense es renuente, si no hostil, a someterse a dictámenes independientes o a arbitrajes externos. En su concepción premoderna del comercio, menoscaban el prestigio del país.
Sería un error interpretar la renovación del acuerdo como una flexibilización del proteccionismo trumpiano. Sucede lo contrario, que el triunfo parcial de sus exigencias reafirma su política de amenazar primero, imponer aranceles a continuación y negociar después de un proceso de intimidación. “Sin aranceles, no tendríamos este acuerdo”, explicó en una síntesis de su modo de negociar. Es probable que los logros de EE UU se hubieran conseguido igual en el transcurso de una negociación convencional; pero Trump mantiene las amenazas como preparación al enfrentamiento con China. Incluso con acuerdo, mantiene los aranceles sobre el acero y el aluminio de Canadá y México. Una práctica insólita y punitiva.
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