El segundo proceso político contra el expresidente es una catarsis democrática imprescindible
Este martes está previsto que comience en el Senado de Estados Unidos un histórico juicio político —impeachment— contra el expresidente Donald Trump. La gravedad de los hechos que se le imputan, la “incitación a la insurrección” contra la democracia estadounidense, es lo que otorga una naturaleza trascendental al proceso. No se trata solo de las consecuencias personales para el exmandatario —en el improbable caso de ser considerado culpable quedaría inhabilitado para volverse a presentar al cargo— sino, sobre todo, del mensaje que el juicio enviará a la sociedad estadounidense y al mundo entero sobre la solidez de las instituciones del país.
Trump está acusado por el papel determinante que jugó en el asalto al Capitolio del pasado 6 de enero. Una turba a la que él había arengado minutos antes a escasa distancia de allí forzó la entrada en la sede del Legislativo tratando de evitar la certificación del presidente legítimamente elegido. Durante algunas horas, EE UU vivió momentos de angustia mientras un Trump impasible se resistía a pedir a sus simpatizantes que cesaran en esa lamentable agresión. Frente a estos hechos, era una ineludible obligación democrática proceder a un escrutinio político. El impeachment no debe considerarse pues como un ajuste de cuentas del Partido Demócrata con Trump, en una suerte de venganza política sobre el árbol caído, sino un acto de catarsis democrática, aun considerando el riesgo de seguir fomentando en la sociedad la polarización que es necesario superar.
El juicio tiene la virtud de evidenciar que una acción como la de Trump no elude el control democrático; y también la de forzar al Partido Republicano a mostrar su naturaleza actual. En la anterior legislatura, la formación conservadora disolvió sus principios, apartó a las voces críticas, y se transformó en un acrítico avalador de los desmanes trumpistas. Llegados ya al borde del abismo golpista, los principales dirigentes tuvieron, a última hora, la decencia de desmarcarse de la iniciativa antidemocrática de su jefe. Ahora, en esta nueva legislatura, un puñado de miembros del partido ha levantado su voz contra el antiguo líder. Se trata de algo inusual en procedimientos de impeachment, pero sigue siendo una pequeña minoría de la formación, lo cual hace totalmente improbable la perspectiva de una condena.
La mayor parte de los senadores de este partido ha anunciado que votará en contra con el argumento, que suena más bien a excusa, de que se trata de una herramienta legal diseñada para actuar contra presidentes en ejercicio y no para quienes han dejado la jefatura del Estado.
El epílogo de la presidencia Trump merecería la máxima reprobación política. Su comportamiento fue indigno de la magistratura que le otorgó la ciudadanía. Es probable que una parte muy consistente de la dirigencia del Partido Republicano lo sienta así en su fuero interno. Pero, desgraciadamente, parece decidido a anteponer sus intereses partidistas a la protección de la democracia. Ello, sin embargo, no resta interés al proceso. Aunque las posibilidades de condena sean mínimas; aunque el hartazgo con la era trumpista y el deseo de pasar de página sean enormes, el juicio cumple una función vital: retratar el estado de la democracia estadounidense y los valores de cada cual.
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