El recuerdo solemne del asalto al Capitolio y establecer una verdad judicial son respuestas necesarias a la manipulación
El 6 de enero de 2021, a la una de la tarde de Washington, el Congreso de Estados Unidos abrió una sesión de trámite para leer en voz alta el recuento de las elecciones presidenciales y certificar legalmente la victoria de Joe Biden sobre Donald Trump. Una hora después, los congresistas hubieron de suspender el pleno para refugiarse en un búnker, porque miles de partidarios violentos de Trump caminaban armados por los pasillos del Capitolio tras agredir a la policía y romper puertas y ventanas. Habían llegado allí alentados por el propio Trump. El asalto a la sede de la soberanía duró cuatro horas, hasta que fuerzas militares llegaron al edificio. Murieron cinco personas, 140 policías resultaron heridos. La victoria de Biden se certificó pasadas las tres de la madrugada.
En dos siglos y medio, EE UU ha elegido como presidentes a todo tipo de personajes, algunos de ellos de baja calidad humana o política. Ninguno, sin embargo, se resistió a dejar el poder cuando así lo decidieron las urnas o las leyes. Hasta que llegó Donald Trump. Es difícil exagerar la gravedad del precedente que es rechazar el resultado de la elección. La expresión última de ese desafío a la democracia, aquella tarde, es un parteaguas en la historia de Estados Unidos cuyas consecuencias aún no se pueden medir. El presidente Joe Biden decidió conmemorar la fecha con un discurso solemne desde el Capitolio en el que reivindicó la “verdad” frente a la “mentira”, como base de la democracia. Era la respuesta institucional necesaria para impedir que Trump y la mayoría del Partido Republicano intenten rebajar los hechos a una anécdota sacada de contexto. La inmensa mayoría de los republicanos, víctimas directas del ataque, estuvieron ausentes de la conmemoración por miedo a desairar a Trump, que ha dejado al partido de Lincoln irreconocible.
El asalto al Capitolio fue un intento de autogolpe de Estado. No se trata de una expresión a la ligera. Fue una rebelión violenta con el objetivo inequívoco de subvertir por la fuerza el orden constitucional y secuestrar las instituciones para establecer un Gobierno en contra de la preferencia de la mayoría, expresada libremente en las urnas. El fracaso no lo hace menos grave. Es de suma importancia que el presidente Biden hablara de “insurrección armada” y dejara claros los hechos. Porque no se trata de cómo se debe recordar el 6 de enero este año. Se trata de cómo se va a recordar dentro de un siglo. El presidente Biden hablaba para la historia, y acertó en el tono y la precisión de su discurso.
Más allá del plano teórico, existen ejecutores e instigadores concretos. Los primeros serán más fáciles de encontrar que los segundos. El Departamento de Justicia busca uno por uno a todos los implicados en el asalto: ya hay 725 imputados y 71 condenados. No se debe subestimar el poder de la burocracia judicial norteamericana. Es pronto para frustrarse por la falta de una imputación clara contra Trump y su entorno. Hoy está claro que había un plan para revertir la elección y en eso se debe centrar la investigación. Una comisión especial de la Cámara de Representantes establecerá un relato público de los hechos.
Si se permite el olvido o un relato dividido de lo que sucedió, como pretende Trump, jamás se cerrará la grieta que se abre peligrosamente en el país. De ello depende que el asalto al Capitolio sea recordado como un final, el de la presidencia de Trump, o como un principio de algo aún más grave.
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