OPD ~ 15 July 2022, edited by Helaine Schweitzer, proof in progress
Un signo inequívoco de baja autoestima es decir en inglés lo que podemos decir en español con la misma economía verbal. Así ocurre con el vocablo que nombra la transformación de un barrio popular o clasemediero en uno elegante. ¿Por qué llamarla gentrification si la palabra aburguesamiento expresa la misma idea? Los barrios aburguesados no sólo atraen a los ricos nacionales, sino a los extranjeros. Así ha sucedido, por ejemplo, en Barcelona, donde una legión de forasteros adinerados desplazó a los habitantes del humilde Raval, o en el Marais parisino, que hace 50 años era un barrio prángana y ahora está repleto de extranjeros fifís. Al principio, los intrusos atraídos por la animación de esos barrios buscaban, quizá, rozarse con el pueblo. Pero al encarecer el precio de la vivienda lograron justamente lo contrario: expulsar a sus pobladores originales.
Algo similar está sucediendo en la ciudad México. A raíz de la pandemia, las colonias bonitas de la delegación Cuauhtémoc (Roma, Juárez, Condesa) ya no sólo atraen a la burguesía nacional, sino a grandes oleadas de gringos jóvenes que trabajan en casa, conectados de tiempo completo con sus empresas. Su invasión ha encarecido más aún los alquileres, pues ahora muchos dueños de casas o departamentos los rentan por días o semanas en la plataforma Airbnb.
Paradójicamente, los gringos vienen huyendo del altísimo costo de la vivienda en las grandes ciudades de Estados Unidos. En vez de gastar buena parte de su sueldo en el alquiler de un departamento pequeño, aquí rentan uno más grande por la mitad de precio. Y como el trabajo en casa los exime de traslados obligatorios, no tienen que lidiar con el oprobioso tráfico citadino. La revolución laboral ocasionada por la pandemia llegó para quedarse, de modo tenemos ocupación yanqui para trato. La afluencia de gringos podría desencadenar un intercambio cultural valioso si en vez de encerrarse en su gueto se aventuraran a conocernos mejor. Pero los mexicanos deberíamos propiciar ese acercamiento, venciendo resquemores históricos que por desgracia ya están aflorando.
Hace unos días me topé en la colonia Roma con un señor cascarrabias que gritaba frente a la terraza de un café lleno de rubios, blandiendo su bastón con gesto amenazador: “¡Extranjeros, vuelvan a sus países! Miren nomás en lo que están convirtiendo mi calle. Por culpa de ustedes todo sube de precio. Nos están robando el alma. ¡Lárguense, cabrones, aquí nadie los quiere!”. Me temo que ese loquito era portavoz de una inquietud colectiva, pues la memoria de la guerra del 47, refrescada por las bravatas antimexicanas de Trump, sigue caldeando los ánimos de algunos xenófobos. Ante la nueva oleada migratoria, es inevitable recordar la atmósfera de la ciudad sojuzgada por el ejército de Winfield Scott, cuando pelotones de soldados gringos patrullaban las calles del primer cuadro y los letreros de los comercios anunciaban por doquier la presencia del invasor: “Mush and Milk at all Ours”, “American Dry Goods”, “United States Restaurant”, “Saint Charles Exchange”. Durante aquel festín imperialista, los rangers de Texas azotaban a los léperos ladrones en la Alameda y por la noche, en el céntrico hotel Bella Unión, el burdel favorito del ejército yanqui, los oficiales se emborrachaban, bailaban las polkas de moda y manoseaban a las “margaritas”, las putas apátridas que circulaban de mesa en mesa.
Hace 30 o 40 años las colonias donde ahora pululan los yanquis no estaban tan cotizadas. A finales de los 70 predominaba en la colonia Roma una clase media sin pretensiones que se codeaba con los humildes pobladores de vecindades o edificios vetustos. En dos libros memorables, Crónicas romanas y El vampiro de la colonia Roma, mis queridos amigos Ignacio Trejo Fuentes y Luis Zapata describieron el submundo marginal del barrio, concentrado en los cuartos de azotea que las familias de modesto peculio rentaban a chichifos, rocanroleros, actricillas y escritores pobres. Su estilo de vida contribuyó a revitalizar ese reducto de la clase media conservadora, y con el tiempo atrajo a un sector de la sociedad que desea tener lo mejor de dos mundos: el estatus de los ricos y la aureola romántica de los bohemios. La colonia se volvió un codiciado trofeo para los esnobs, a costa de perder su mayor encanto. Ya no parecía mexicana y eso quizá la volvió atractiva para el turismo que viaja para sentirse en casa. Quizá en el futuro las zonas ocupadas de la ciudad sigan el triste ejemplo de San Miguel Allende o Alamos (el pueblo de Sonora donde nació María Félix), donde los gringos casi han borrado cualquier vestigio de mexicanidad. Pero no hay motivo para rasgarse las vestiduras, pues incluso ahí, el alma nacional vendida al diablo renacerá victoriosa en las azoteas.
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