En Estados Unidos se libra desde hace décadas una guerra ideológica entre el supremacismo blanco y el multiculturalismo. El movimiento social a favor de las minorías raciales marginadas se ha topado con la fuerte resistencia de los nativistas, que temen ser desplazados de su propio país por inmigrantes de piel oscura con altos índices de natalidad. El fascismo del siglo XXI se propaga como la gangrena en las redes sociales, donde la censura casi no existe o es fácil de burlar, y en la cadena de noticias Fox News. Los liberales igualitarios tienen un aparato propagandístico más poderoso, pues detentan el poder en Hollywood, en las plataformas de internet y en la mayoría de los noticieros televisivos. Sin embargo, la mitad de la población yanqui sigue siendo rabiosamente nativista. La doctrina de la corrección política le hace poca o ninguna mella, tal vez porque sus voceros están más interesados en acatar un dogma que en persuadir al adversario.
La fórmula más socorrida para defender la igualdad racial en la industria del entretenimiento es incrementar la presencia de personajes negros o hispanos en películas y series de televisión, en las que abundan los jefes negros de empleados blancos, en contraste con la triste realidad laboral estadunidense, donde muy pocos negros acceden a los puestos directivos de las empresas o las instituciones públicas. Al reiterar una mentira piadosa hasta convertirla en regla de urbanidad, los cineastas comprometidos sólo han logrado hasta ahora maquillar las tensiones sociales.
Empecinados en su error, o en su falta de imaginación, ya no les basta con incluir encumbrados personajes negros en las ficciones contemporáneas: ahora también los meten con calzador en las históricas.
Acabo de ver en la plataforma de Disney la comedia musical Hamilton, la historia de uno de los padres de la independencia yanqui. En la vida real, su protagonista fue más blanco que la leche, pero en el musical de Broadway lo interpreta un actor moreno (el propio autor de la comedia, Lyn-Manuel Miranda) y varios de los padres fundadores que lo rodean son negros (Aaron Burr, el marques de Lafayette, Thomas Jefferson y el propio Washington). Miranda sacrificó la verosimilitud en aras de la beligerancia ideológica, para contrarrestar, supongo, la retórica patriotera del supremacismo.
El ejemplo ha cundido y ahora proliferan las películas de época que se toman la misma licencia. Una de ellas, La lista del señor Malcolm, cuenta la historia del rico heredero Jeremy Malcolm, interpretado por el apuesto galán negro Sope Drisu, a quien todas las chicas casaderas de la mejor sociedad quieren conquistar. Admitido en los salones de la aristocracia y en los clubes más exclusivos de Londres, Malcolm se da el lujo de rechazar a infinidad de muchachas que pecan de bobas o interesadas. Por supuesto, a principios del XIX ningún negro habría disfrutado esos privilegios. La esclavitud no se abolió en Inglaterra hasta 1833, y en la época en quetranscurre la acción, Malcolm sólo habría frecuentado las cocinas de las mansiones opulentas. Pero con tal de proclamar que los negros guapos se merecían desde entonces la pleitesía de las blancas, la directora Emma Holly Jones situó la acción en un mundo feliz exento de racismo.
Los adeptos a esta moda no se distinguen por su originalidad, de modo que varios cineastas incurren al mismo tiempo en anacronismos idénticos. Es el caso de Joe Wright, el director de Cyrano, una nueva adaptación cinematográfica del clásico de Edmond Rostand, donde el galán que conquista a la amada del protagonista es interpretado por el galán negro Kelvin Harrison Jr. En la Francia del siglo XVII semejante ligue hubiera tenido que ser clandestino, pues nadie soñaba aún con los matrimonios interraciales. A costa de pisotear la verdad histórica, Wright se colgó una medalla al mérito cívico. Su empeño por abanderar causas nobles le valdrá sin duda una nominación al Oscar.
La comedia musical y las dos películas mencionadas van dirigidas al público masivo y por lo tanto pueden inducirlo a error. Si los negros forjaron la independencia de Estados Unidos, si en el siglo XIX la alta sociedad inglesa les hacía caravanas y en Francia se casaban con señoras blancas desde mucho tiempo atrás, más de un ignorante pensará que jamás padecieron discriminación alguna. En otros tiempos, las películas de época procuraban llenar las lagunas culturales del auditorio. Los cineastas comprometidos de antaño rastreaban y exhibían las raíces históricas del racismo en Estados Unidos y en el resto del mundo. Por desgracia, sus émulos de hoy creen que la discriminación racial se puede borrar de la historia negándola en la ficción. El supremacismo blanco está de plácemes por el favor que le han hecho
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