Pocas veces ha ocurrido, en la historia política estadounidense, que un precandidato presidencial tuviera tanto control de su partido y aún más raro que su dominio vaya más allá del ciclo electoral y se convierta en un culto a la personalidad, como ahora
Con un ausente Donald Trump en el centro del escenario y presente en una entrevista transmitida paralelamente por otro canal de comunicación, los otros ocho aspirantes a la candidatura presidencial republicana realizaron un debate que antes de comenzar ya parecía delusional.
Trump ha tenido por meses más de 50% de aprobación entre los republicanos, al tiempo que sus competidores buscan presentarse no como alternativas sino como continuadores y hasta amplificadores de sus propuestas populistas, socialmente conservadoras, proteccionistas en lo comercial, aislacionistas política y económicamente.
Pocas veces ha ocurrido, en la historia política estadounidense, que un precandidato presidencial tuviera tanto control de su partido y aún más raro que su dominio vaya más allá del ciclo electoral y se convierta en un culto a la personalidad, como ahora.
Ronald Reagan, presidente de los Estados Unidos de 1980 a 1988, fue tan popular que hubo quienes promovieron poner su nombre en al menos un punto referente –calle, colina, parque, presa o edificio– de cada uno de los 3,143 condados (municipios) del país.
Ignoro francamente si lograron su intención, pero el liderazgo de Reagan, conservador como fue, tuvo rasgos de optimismo y, sobre todo, confianza en el futuro.
Con todo, algunos historiadores señalan que fue Reagan, en su búsqueda de fortalecer a su partido, quien reavivó los fuegos del racismo y la división aprovechados ahora por Trump.
El liderazgo de Trump parece más basado en las fobias y los resentimientos de un sector de la población estadounidense, en especial de aquellos que se sienten “víctimas” del gobierno y sus políticas, impuestas por las élites.
El exmandatario se ha convertido en una bandera para los republicanos, y los procesos judiciales en su contra, hasta ahora, han servido para confirmar sus credenciales como líder de un movimiento para hacer a los Estados Unidos “grandes de nuevo”.
El problema es que la grandeza de la que habla nunca existió, en realidad, más allá de películas y programas de televisión que presentaban imágenes idealizadas y exageradas de su sociedad y su fuerza. Y en ella negros, latinos, asiaticos y migrantes no aparecían, y si lo hacían era como sirvientes o villanos.
Pero esa nostalgia es la que Trump vende o trata de vender a los estadounidenses y le otorga su actual dominio entre los republicanos, que en los últimos años incorporaron a sus filas a militantes de extrema derecha representados por grupos racistas, nacionalistas y cristianos ultraconservadores que favorecen el estilo autoritario de Trump.
En general, se estima que los republicanos representan a un tercio de los votantes estadounidenses, lo que ofrece al expresidente una fuerte base electoral.
Peor aún, algunos entre ellos han expresado su disposición a cometer actos violentos en defensa de Trump y lo que representa, pese a que los procesos judiciales en su contra son reales y las acusaciones contra Trump y sus aliados cubren delitos verdaderos.
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