Farewell to Big Wars

Published in La Vanguardia
(Spain) on 5 September 2011
by Marc Bassets (link to originallink to original)
Translated from by Pedro Garcés Satué. Edited by Janie Boschma.
The decade of 9/11 began with the most powerful army in history exhibiting an overwhelming strength. It ends with a country in which the distance between society and the military is deeper and the country itself isn't up to more conflicts. The United States, under the Obama administration, is opting for a new kind of secret war as it is reluctant to send once again hundreds of troops to remote and incomprehensible places. This secret war would include bombardments with unmanned airplanes and operations with special forces unknown to the public.

After conversations with both historians and security experts in the United States, a diagnosis is emerging: For most Americans, that is to say, more than 90 percent of the population that is not military or do not have family links with the army, the wars during this decade have been invisible and far away. There is a disconnection. There was not a speech of blood, sweat and tears after the 9/11 terrorist attacks in 2001, whose 10th anniversary will be this very Sunday. On the contrary: President George W. Bush encouraged his compatriots to consume.

“Except for the heavy burden borne unequally by those in the military and their families, the conflict remains a distant reality show to the rest of society,” confirmed Brian Michael Jenkins, who has been studying terrorist threats at Rand Corporation for four decades. Rand Corporation, whose main client is the Pentagon, is the laboratory of ideas of reference concerning security. According to Jenkins, this absence of sacrifice was disguised with exaggerated displays of patriotism.

A reason for this distance is that, for the United States, both Afghanistan and Iraq have been less lethal than previous wars such as Vietnam. Some 60,000 Americans died in Vietnam, whereas some 1,600 have died in Afghanistan, which has been a longer war. More than 4,000 Americans have died in Iraq. Furthermore, in Vietnam, the conscription was compulsory, which made the pain social. Most families would know someone who was taking part in the war, or even who had died. Not now. The superpower has outsourced the war to the volunteers, who do not even reach 1 percent of the population, according to John McManus, military historian at S&T University in Missouri. The limited social involvement in wars reduces the political pressure to end them.

However, the absence of victories in Iraq and Afghanistan and its cost have affected the country. According to some recent estimates, both wars have cost $1.3 billion. During these 10 years, the military budget has almost doubled. There is war fatigue among citizens and leaders, said Richard Kohn, professor emeritus of military history at North Carolina University.

Robert Gates, then Secretary of Defense, said in February that “any future defense secretary who advises the president to again send a big American land army into Asia or into the Middle East or Africa should have his head examined.”

Some days ago, his successor, Leon Panetta, showed the intervention in Libya, in which the United States has been fundamental even in the background, as a model for future interventions. Both Gates and Panetta have summarized the period between 2001 and 2011: the interventions in Afghanistan and above all Iraq, Libya and Osama bin Laden’s death in May.

According to The Washington Post, the number of Special Forces has gone from 1,800 before 9/11 to 25,000 now. This newspaper defines these forces as “the United States’ secret army.” Under the management of the Joint Special Operations Command, this army that includes the Navy Seals, the elite group that killed bin Laden, acts not only in Iraq and Afghanistan but also in some countries the United States is not at war with, such as Yemen, Pakistan, Somalia, the Philippines, Nigeria and Syria. At the same time, the CIA has developed a military arm that, among other missions, controls the bombardments with unmanned aerial vehicles, or drones, which have already killed more than 2,000 alleged terrorists since 2001.

The secret war poses both legal and ethical problems. The deaths of civilians during night operations or bombardments are counterproductive to American interests. Some cast doubt on its effectiveness, said McManus, who has written a book about privates from World War II to Iraq.

Kohn foresees that war fatigue is favorable to some changes in the army, these changes being similar to those that took place after demobilization in past wars. He adds that both the '20s and '30s set a precedent. The size of the army was reduced but they adopted new technologies such as tanks, trucks, airplanes and submarines. Kohn also remembers that it was the time of minor wars in countries such as Nicaragua or Haiti. Archaic echoes resound in future wars.


La década del 11-S empezó con una exhibición de fuerza abrumadora de las fuerzas armadas más poderosas de la historia. Y termina con un país en el que la distancia entre la sociedad y los militares se ahonda y sin apetito para más conflictos. Estados Unidos, reacio a volver a enviar decenas de miles de tropas a lugares remotos e incomprensibles, opta con la Administración Obama por un nuevo tipo de guerra secreta con bombardeos con aviones sin piloto y operaciones con fuerzas especiales que escapan al escrutinio público.
En conversaciones con historiadores y expertos en seguridad en EE.UU., emerge un diagnóstico: para la inmensa mayoría de los estadounidenses, más del 90% de la población que no es militar ni tiene vínculos familiares con los militares, las guerras de esta década han sido guerras invisibles, lejanas. Hay una desconexión. No hubo, tras los atentados del 11 de septiembre del 2001, de los que el domingo se cumplirán diez años, un discurso de sangre, sudor y lágrimas. Al contrario: el entonces presidente George W. Bush animó a sus compatriotas a consumir.
"Excepto para las familias de los soldados que han servido varias veces en ultramar y que han realizado sacrificios enormes, para el resto de norteamericanos no ha sido una ocasión para el sacrifico. No hay un sensación de participación universal", constata Brian Michael Jenkins, que lleva cuatro décadas estudiando la amenaza terrorista en la Rand Corporation, el laboratorio de ideas de referencia en materia de seguridad, cuyo primer cliente es el Pentágono. Esta ausencia de sacrificio, en opinión de Jenkins, se disfrazó de alardes hiperbólicos de patriotismo.
Un motivo de este distanciamiento es que, para EE.UU., Afganistán e Iraq han sido mucho menos letales que guerras anteriores como Vietnam. En Vietnam murieron unos 60.000 estadounidenses. En Afganistán, una guerra más larga que Vietnam, han muerto unos 1.600. En Iraq más de 4.000. En Vietnam, además, el reclutamiento era obligatorio, lo que socializó el dolor. Todas las familias conocían a alguien que estaba en la guerra, o que había muerto. Ahora no. La superpotencia ha externalizado la guerra a los voluntarios, un segmento que no llega al 1% de la población.
"Nunca diría que el país no se preocupa. Pero la gente sigue con sus vidas –dice John McManus, historiador militar en la Universidad S&T de Misuri–. A veces me pregunto si este es el motivo por el que estas guerras hayan durado tanto. Sólo afectan una parte muy pequeña de la población, muy respetada, pero la mayoría de los americanos no tienen ningún vínculo con las fuerzas armadas y quizá no conocen a nadie que esté en ellas". La escasa implicación social en las guerras reduce la presión política para terminarlas.
Pero la ausencia de victoria en Iraq y Afganistán y el coste han hecho mella. Ambas guerras han costado 1,3 billones de dólares, según cálculos recientes. En estos diez años el presupuesto militar casi se ha doblado. Hay fatiga bélica, entre los ciudadanos y los gobernantes. "Esto puede hacer que Gobierno y población sean muy reticentes a ir a guerra y usar fuerza militar en grandes proporciones. Pero no creo que sea porque estas guerras no hayan tenido éxito, sino porque estas guerras han durado tanto y no se han decidido", dice Richard Kohn, profesor emérito de historia militar en la Universidad de Carolina del Norte.
En febrero, el entonces secretario de Defensa, Robert Gates, dijo que "cualquier secretario de Defensa que aconseje a un presidente volver a enviar un gran ejército terrestre a Asia, a Oriente Medio o a África debería hacérselo mirar". Hace unos días, su sucesor, Leon Panetta, presentó la intervención en Libia, en la que EE.UU. ha sido fundamental pero ha estado en un plano secundario, como un modelo para intervenciones futuras. Gates y Panetta resumían el arco que va de 2001 a 2011, de las intervenciones terrestres en Afganistán y, sobre todo, Iraq, a Libia y la muerte de Osama bin Laden en mayo.
El número de fuerzas especiales ha pasado de 1.800 antes del 11-S a 25.000 ahora, según ha revelado The Washington Post, que las define como "el ejército secreto de EE.UU." Bajo la dirección del Mando Conjunto de Operaciones Especiales, este ejército, que incluye a los Navy Seals, el grupo de élite que mató a Bin Laden, actúa no sólo en Iraq y en Afganistán sino en países con los que EE.UU. no está en guerra como Yemen, Pakistán, Somalia, Filipinas, Nigeria y Siria. En paralelo, la CIA ha desarrollado un brazo militar que, entre otros cometidos, controla los bombardeos con aviones no pilotados –zánganos, o drones, en inglés– que han liquidado a más de 2.000 supuestos terroristas desde el 2001.
La guerra secreta plantea problemas legales y éticos. Las muertes de civiles en operaciones nocturnas o en bombardeos, además, son contraproducentes para los intereses estadounidenses. Y algunos dudan de su efectividad. "La tecnología es importante, pero los drones sólo te llevan hasta cierto punto. Al final deberás tener a gente sobre el terreno que alcancen tu último objetivo, sea cual sea. Es muy difícil hacerlo usando sólo drones", dice McManus, autor un libro sobre los soldados rasos desde la Segunda Guerra Mundial hasta Iraq.
El profesor Kohn prevé que la fatiga bélica propicie cambios en las fuerzas armadas similares a los que ocurrieron tras la desmovilización posterior a guerras pasadas. Un precedente, añade, son los años veinte y treinta. El tamaño de las fuerzas armadas se redujo pero adoptaron nuevas tecnologías como tanques, camiones, aviones y submarinos. Kohn recuerda que también fue la época de las pequeñas guerras en países como Nicaragua o Haití. "Y en cierto modo –concluye– se luchaban del mismo modo que ahora luchamos contra los terroristas en distintas partes del mundo como el Cuerno de África y el sudeste asiático". En las guerras futuras resuenan ecos arcaicos.
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