Six prisoners from the U.S. base at Guantanamo Bay, Cuba, considered by that country as “low-risk” prisoners, arrived in Uruguay early yesterday as part of an agreement between Washington and Montevideo. It is the largest transfer of detainees from the jail located on the island since 2009, and the first that has been made to South America. In terms of Latin America, this fact only has one public precedent: The shipment of two Chinese Muslim captives to El Salvador in 2012, who subsequently left the Central American country.
The transfer of Guantanamo detainees to developing countries originates in highly illegal and reprehensible circumstances — the persistence of the concentration camp that the United States maintains in the Cuban bay, which is an outright denial of the law. Occupied by Washington for more than a century as part of a colonial and anachronistic agreement, in the last decade the enclave has acquired a reputation and international fame from the White House as an example of an armed criminal network responsible in many countries for the kidnapping, disappearances, torture and murder of suspected members of al-Qaida and other organizations of Islamic fundamentalism; people of the Arab and Muslim world who, according to Washington, pose a threat.
The captives in Guantanamo Bay have faced extremely cruel treatment, and have suffered the denial of virtually all of their human rights, including a lack of legal representation, since they have not been considered to be suspected criminals who should appear before a judicial authority, nor have they been recognized as members of an opposing military force, which would have guaranteed them the status and rights afforded to prisoners of war.
The persistence of this center is a symbol of the failure of Barack Obama’s administration, who, during his time as a presidential candidate, took advantage of the international condemnation against this center during the Bush era, and promised to close it down. However, once in the White House, Obama gave way to pressure and the real power of the military-industrial complex of his nation. The closure of the prison in the Caribbean country has been postponed indefinitely.
In this context, it is significant that Obama has resorted to several Latin American governments to ask them to take Guantanamo prisoners as a means of diffusing internal and external pressures on his administration by the ominous presence of the prison. He has received a favorable response from two of Central and South America’s smallest nations, respectively. Additionally, in the case of Uruguay, it is worth noting José Mujica’s approach in relation to Obama. As a gesture of reciprocity, Montevideo has called on Washington to release three Cuban citizens accused of alleged espionage, who have been arrested and imprisoned in the United States, a request which does not diminish, but only multiplies the humanitarian nature of the government and Uruguayans’ reception of the Guantanamo detainees.
This is a lesson in geopolitics and is representative of the changes now occurring in the hemisphere of this area. If the U.S. government could previously impose conditions on governments in the region, it now needs to negotiate with them as equals. This has been made possible not because of a change of nuance in the imperial arrogance of Washington, but as a result of the political and institutional evolution of Latin American countries, the governments of which have distanced themselves from the superpower’s precepts.
In this, as in many other things, Mexico — which at one time was characterized as a world leader in cultural assistance provided to political refugees — would do well to learn from the experiences arising south of the country.
Seis prisioneros de la base de Estados Unidos en Guantánamo, Cuba, considerados por aquel país reos “de baja peligrosidad”, llegaron la madrugada de ayer a Uruguay como parte de un acuerdo entre Washington y Montevideo. Se trata del mayor traslado de presos de esa cárcel ubicada en la isla desde 2009 y el primero realizado hacia América del Sur. A nivel latinoamericano, el hecho tiene sólo un precedente público, el envío a El Salvador, en 2012, de dos cautivos musulmanes chinos, quienes posteriormente abandonaron el país centroamericano.
El traslado de presos de Guantánamo a terceros países se origina en una circunstancia sumamente ilegal y reprobable: la persistencia del campo de concentración que Estados Unidos mantiene en la bahía cubana, el cual constituye una negación rotunda de la legalidad. Ocupado por Washington desde hace más de un siglo como parte de un acuerdo colonialista y anacrónico, el enclave ha adquirido en la década pasada proyección y fama internacional como uno de los ejemplos de la red criminal armada en muchos países por la Casa Blanca para secuestrar, desaparecer, torturar y asesinar a presuntos integrantes de Al Qaeda y de otras organizaciones del entorno del integrismo islámico, así como a personas del mundo árabe y musulmán que pudieran representar, según Washington, una amenaza de cualquier índole.
Los cautivos en ese sitio han debido enfrentar un trato extremadamente cruel y padecido la negación de prácticamente todos sus derechos humanos e incluso la reducción a la inexistencia jurídica, toda vez que no han sido considerados presuntos delincuentes a los que debiera presentarse ante una autoridad judicial, pero tampoco se les ha reconocido como integrantes de una fuerza militar enemiga, lo que les habría garantizado el estatuto y los derechos reservados a los prisioneros de guerra.
La persistencia de ese centro es un símbolo del fracaso de la administración de Barack Obama, quien en sus tiempos de candidato presidencial aprovechó el repudio internacional contra ese centro durante la era Bush y prometió cerrarlo. Sin embargo, una vez en la Casa Blanca, se rindió ante las presiones y el poder fáctico del complejo industrial-militar de su nación, y el cierre de la prisión en el país caribeño ha sido postergado de manera indefinida.
En ese contexto, es significativo que Obama haya recurrido a varios gobiernos de Latinoamérica para solicitar que recibieran a presos de Guantánamo, como manera de distender las presiones internas y externas a su administración por la persistencia ominosa de esa cárcel, y que haya recibido respuesta favorable de dos de ellos, que son, además, las más pequeñas naciones de Centro y Sudamérica, respectivamente. De forma adicional, en el caso de Uruguay es de destacarse el planteamiento realizado por José Mujica a Obama. Como gesto de reciprocidad, Montevideo ha pedido a Washington que libere a tres ciudadanos cubanos, detenidos y presos en Estados Unidos acusados de supuestos actos de espionaje, petición que no demerita, sino multiplica, el carácter humanitario de la acogida de reos de Guantánamo por el gobierno y el pueblo uruguayos.
La circunstancia constituye una lección de geopolítica y es representativa de los cambios que hoy ocurren en el hemisferio en ese ámbito. Si en otro tiempo el gobierno estadunidense habría podido imponer condiciones a gobiernos de la región, ahora se ve en la necesidad de negociar con ellos en calidad de iguales. Esto ha sido posible no tanto por un cambio de matiz en la arrogancia imperial de Washington cuanto por la evolución política e institucional de los estados latinoamericanos, cuyos gobiernos han tomado distancia en su mayoría de los preceptos de la superpotencia.
En esto, como en muchas otras cosas, México –que en otro tiempo se caracterizó por ser un referente mundial de la cultura de asistencia a refugiados políticos– haría bien en aprender de las experiencias que se suscitan al sur del territorio nacional.
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