Yankee Imperialism

Published in El País
(Uruguay) on 28 July 2025
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Translated from by Alex Copley. Edited by Patricia Simoni.
Over the last few months, the Donald Trump administration’s changes to foreign policy in relation to the U.S. Agency for International Development have had very little effect on Uruguay. USAID, for short, is an independent federal agency that was launched by President John F. Kennedy during the Cold War in 1961, whose main job involves planning and administering economic and humanitarian aid distributed by the United States to the rest of the world.

Given that the U.S. is the world’s largest power, USAID’s budget (until 2024) represented about 40% of all international aid, reaching more than 120 countries worldwide. To give an idea of the scale of its finances, this is an organization that spends more than 50% of Uruguay’s GDP every year. This is an extraordinary power for Washington to wield, allowing it to exert influence anywhere and everywhere to advance its interests.

The North American taxpayer has always financed every cent of this colossal budget. Moreover, until Trump took office in January 2025, it had little idea what it was actually spending its money on. Yet as the finer details of USAID have been revealed over the past few months, very few in the New World have spoken out in opposition to this so-called “Yankee imperialism” and its global influence.

The secret is that, until last year, many USAID programs were aligned with left-wing, globalist ideology. Given that this is a cornerstone of the beliefs of the Latin American left, a group which has denounced Uncle Sam’s nefarious influence for decades, there is now a profound, prolonged silence. It is also worth paying attention to the nature of some of these programs, financed and implemented by the United States through USAID before Trump took power in January.

USAID pumped tens of millions of dollars into Afghanistan, Yemen and Syria, the beneficiaries of which being members of radical organizations affiliated with terrorism. It supported the development of electric vehicles in Vietnam and a transgender clinic in India. It donated $1.5 million to an LGBTQ+ group to “advance diversity, equity and inclusion in Serbia’s workplaces and business communities.” It spent a similar amount on promoting social art activities for disabled people in Belarus, as well as on defending LGBTQ+ rights in Jamaica. $2 million was spent on sex changes in Guatemala, while nearly $4 million went to LGBTQ+ causes in North Macedonia. It invested nearly $5 million to combat disinformation in Kazakhstan. An additional $10 million paid for hundreds of thousands of meals for a terrorist group, the Nusra Front, which has ties to al-Qaida. Nearly $8 million went to a project in Sri Lanka designed to teach journalists how to avoid binary-gendered language; a similar figure went to Nepal for equity and inclusion education. These are just some of the countless expenditures of this type.

As a result of the Trump administration’s investigation, which has brought the wholly biased, ideological nature of this spending to the public eye, Secretary of State Marco Rubio announced in March that more than 80% of the agency’s programs would be discontinued.

The announcement resulted in the cancellation of more than 5,000 contracts, comprising billions of dollars that did not benefit (and in some cases even harmed) U.S. fundamental national interests.

There are two simple conclusions. First, surely it is important to know more about what influence USAID might have had in South America in promoting an agenda that, for example, believed that the problems faced by the LGBTQ+ community in North Macedonia required American aid. What if similar programs were secretly funded in Latin America, particularly in Uruguay?

Second, it is obvious that a global power like the United States should engage in international aid through cultural programs. However, it must be remembered that USAID clearly did not have in mind the genuine interests and concerns of the majority of the general public in its target countries. In the past, the left would have labelled this type of American behavior “Yankee imperialism.”


Tuvo escasísima repercusión en estos meses entre nosotros el cambio de política exterior llevado adelante por la administración Trump con relación a su Agencia para el Desarrollo Internacional (USAID, en inglés). Se trata de una agencia federal independiente, creada en 1961 en plena Guerra Fría en la época de la Presidencia de Kennedy, y cuya función es planificar y administrar la asistencia económica y humanitaria que brinda Estados Unidos (EE.UU.) al mundo entero.

Como EE.UU. es la principal potencia mundial, el presupuesto con el que contaba hasta 2024 esta agencia representaba alrededor del 40% de la ayuda internacional total, y alcanzaba a más de 120 países. Para hacerse una idea de los montos de dinero que maneja la USAID, estamos hablando por año de más de la mitad de todo el PBI del Uruguay: un poder enorme para influenciar aquí y allá, en función de los intereses gubernamentales de Washington.

Por un lado, todo este enorme presupuesto ha sido siempre financiado por el contribuyente norteamericano que, hasta la llegada de Trump en enero de 2025 a la Casa Blanca, tenía realmente muy poca idea de cuáles eran los gastos en los que incurría esa agencia USAID. Por otro lado, cuando en estos meses se pasaron a conocer los detalles de la USAID, fueron muy pocos los que por estas latitudes pegaron el grito en el cielo contra ese imperialismo yanqui de influencia mundial.

El secreto del asunto es que algunos de los programas que estaba financiando la USAID hasta 2024 resultaban completamente alineados con la ideología izquierdista-globalista. Como esa ideología forma parte de los compañeros de ruta de la izquierda latinoamericana, los que durante décadas chillaron contra la nefasta influencia del pérfido Tío Sam, esta vez todos hicieron un profundo y prolongado silencio. Y vale la pena prestar atención a algunos de esos programas en donde EE.UU. ponía su dinero e influencia a través de la USAID, hasta que en enero pasado llegó Trump al poder.

Donó decenas de millones de dólares en Afganistán, Yemen y Siria, con beneficiarios dentro de los cuales figuran organizaciones radicales alineadas con organizaciones terroristas; apoyó a programas en favor de vehículos eléctricos en Vietnam; a una clínica médica transgénero en India; donó 1,5 millones de dólares a un grupo LGBTQ para “promover la diversidad, la equidad y la inclusión en los lugares de trabajo y las comunidades empresariales” en Serbia; una cifra parecida para la inclusión del arte y la discapacidad en Bielorrusia, y otra similar para promover la defensa de los derechos LGBT en Jamaica; 2 millones de dólares para cambios de sexo en Guatemala; casi 4 millones para causas LGBT en Macedonia; casi 5 millones de dólares para combatir la desinformación en Kazajistán; 10 millones de dólares en comidas a un grupo terrorista vinculado a Al Qaeda, el Frente Nusra; casi 8 millones de dólares a un proyecto para enseñar a periodistas de Sri Lanka a evitar el lenguaje binario de género; y más de 8 millones para la educación sobre equidad e inclusión en Nepal, entre otros millonarios gastos de este tipo.

A raíz de la investigación de la administración Trump, que mostró a la opinión pública el tenor de este tipo de gastos internacionales completamente sesgados en sus objetivos ideológicos, en marzo pasado el secretario de Estado Marco Rubio anunció la cancelación de más del 80% de los programas de esta agencia federal.

Su declaración fue que los más de 5.000 contratos cancelados implicaban gastos de miles de millones de dólares que no favorecían (y en algunos casos incluso dañaban) a los intereses nacionales fundamentales de EE.UU..

Se abren así dos sencillas conclusiones. En primer lugar, seguramente haga falta conocer más y mejor qué influencias pudo haber ejercido la USAID en nuestro continente, y en nuestra región, en favor de este tipo de agenda que hace de los problemas de la comunidad LGBT de Macedonia, por ejemplo, un objetivo de ayuda estadounidense. ¿Acaso se financiaron de forma discreta programas similares en Latinoamérica y en Uruguay en particular?

En segundo lugar, es evidente que una potencia como EE.UU. debe tener programas culturales de ayuda internacional.

Sin embargo, lo que hay que tener muy presente, es que a la vista está que estos de la USAID no se alineaban con los verdaderos intereses y preocupaciones de las mayorías de las poblaciones de los países en los que eran distribuidas esas ayudas. En otras épocas, a este tipo de prácticas estadounidenses, la izquierda les llamaba imperialismo yanqui.
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