ESTÁN A PUNTO DE TERMINAR O-cho años de gobierno de George W. Bush, quien pasará a la historia universal de la infamia.
Su extenso prontuario de arbitrariedades incluye el genocidio contra el pueblo iraquí, la violación de derechos humanos y de leyes internacionales, el uso de la mentira para invadir una nación soberana, la tortura de prisioneros de guerra, el irrespeto a la autodeterminación y la utilización de armas químicas.
Bush, quien no fue menor a las acciones de su padre, se inscribe dentro de los gobernantes estadounidenses que se tomaron muy a pecho la doctrina del Destino Manifiesto, según la cual ese país está señalado por la Providencia para expandirse y llevar la “democracia” a otras partes del mundo. Bush se creyó un redentor, una suerte de enviado mesiánico, que podía decidir quién era terrorista, cuál era el Eje del Mal, y todo, claro, porque había que tener el petróleo de Irak, y porque, pese a sus limitaciones mentales, sabía, como dijo Peter Ustinov, que “la guerra es el terrorismo de los ricos”.
Todos conocemos —incluso buena parte del pueblo norteamericano, tan ignorante en los asuntos de política exterior del imperio— las mentiras urdidas por Bush y sus halcones neoconservadores para invadir a Irak; cómo se pasó por la faja el derecho internacional; cómo convirtió a su viejo aliado, Sadam Hussein, en una especie de demonio —que tan poco era ninguna pera en dulce—, para justificar la barbarie que allí comete el ejército imperial.
Con la “milonga” de exportar a Irak la “democracia” y la “libertad”, el gobierno de Bush perpetró toda suerte de tropelías. Más de un millón de muertos es muestra suficiente de la ignominia. Las auténticas armas de destrucción masiva las usó el gobierno de Bush para arrasar una nación. Cómo olvidar, por ejemplo, la masacre en Faluya con fósforo blanco, que evocó los horrores del napalm que los Estados Unidos arrojaron en Vietnam. Con aquella sustancia, prohibida por las leyes internacionales, asesinaron a miles de civiles. Gracias a la televisión italiana, el mundo conoció la espeluznante matanza de los habitantes de la ciudad iraquí por las tropas yanquis. Cómo olvidar las torturas en la cárcel de Abu Ghraib, que Fernando Botero pintó como un testimonio de la atrocidad.
Cómo no recordar las torturas en Guantánamo y las descaradas palabras de Bush que decían “nosotros no torturamos”. Al mismo tiempo, se oponía a la enmienda que prohibía los tratos “crueles, inhumanos o degradantes” a los detenidos por la autodenominada “guerra antiterrorista”. Ah, ¿se acuerdan de que el vicepresidente Dick Cheney pedía que, al menos, excluyeran de esa prohibición a la CIA?
Cómo no evocar, ahora, a la señora Cindy Sheehan, madre de un soldado gringo muerto durante una acción de la resistencia en Bagdad, quien estuvo muchas jornadas frente al rancho del presidente, en Texas, gritando que a su hijo lo asesinó Bush. ¿Si cree que la invasión a Irak es una causa justa —preguntaba la atribulada señora— por qué no manda a sus hijas gemelas a reemplazar a algunos soldados?
Bush, al que un periodista iraquí despidió a zapatazos, cuenta con la antipatía de los pueblos del mundo y termina su gobierno de espanto con la popularidad interna en el piso. Se conserva la esperanza de que algún día sea juzgado por crímenes de guerra, que la historia lo recuerde como un bárbaro, un mentiroso y vulgar vaquero de malas mañas. El mismo destino se espera para su clan de malhechores.
El arrogante Bush, que deja al imperio sumido en profunda crisis, en su despedida de tiranuelo en decadencia, debe ya saber que “se puede engañar a todo un pueblo por un tiempo, a una parte del pueblo todo el tiempo, pero no a todo un pueblo todo el tiempo”. Que los fantasmas de los muertos en Irak y Afganistán lo persigan siempre.
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