Ayer me llamaron un par de amigas que me vinieron a decir lo mismo: «¿Pero cómo, no estás viendo la ceremonia de Obama?». Ambas se habían organizado un plan de merendola con «brownies», «pies» y snacks diversos para disfrutar del evento, que despertaba un interés al nivel, o aún mayor, que una boda real de alto copete o la entrega de los Oscar. La verdad es que me sorprendió tamaña liturgia del poder convertido en poco menos que un espectáculo de Hollywood. Que yo recuerde, creo que es la primera vez que en España se televisa en directo la toma de posesión de un presidente de Estados Unidos. Todo un peliculón, aunque de ritmo un poco lento. Le tenían que haber encargado la producción a Spielberg o a alguno de los muchos cineastas embelesados con el nuevo líder, que ya ha demostrado sobradamente su capacidad para combinar sus virtudes de político con las de actor. Pero el desfile de personalidades más o menos desconocidas y que nos siguen resultando lejanas no dejaba de ser un tostón. Había que conformarse con reconocer a algunos de vez en cuando y preguntarnos si Clinton, apretujado entre el personal, aprovecharía para tocar algún trasero.
El fervor, de moda
Por lo demás, constatar el mal gusto que tienen las americanas a la hora de vestirse de gala, aunque sea de marca, con su afición a parecer repollos de colorín a base de perifollo pastelero y chillón. Es curioso que, dada la corriente de coba con la que se dora ahora a la nueva jefatura, quieran convertir a Michelle Obama en una especie de top model cumbre de la elegancia, pero a mí me parece una especie de George Foreman con peluca dispuesta a soltar un guantazo demoledor a la primera de cambio.
Da igual, el discurso de Barack iluminado por el sol alcanzó tintes de sermón de la montaña. El mesianismo, el fervor y la fe vuelven a estar de moda. La praxis es harina de otro costal. Entre tanto, Obama en el cielo.
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