The Obama Era

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La política, en la caduca Europa, anda de capa caída, desmemoriada, desmoralizada y hasta deshumanizada

La era Obama

Los estadounidenses saben bien cómo iluminar el firmamento con estrellas, aunque algunas resulten fugaces. La nueva es el recién inaugurado Presidente al que se le concederán cien días de crédito y algunos opinan que hasta dos años. Su discurso de la toma de posesión fue impecable y ha sido ya analizado con detalle. Sin llegar a prometer a sus conciudadanos, siguiendo a Churchill, «sangre, sudor y lágrimas», reclamó sacrificio, trabajo y patriotismo. Su país lucha en varios frentes militares, pero el intríngulis de su mandato será cómo frenar las ambiciones que se desatan en un mercado libre. Sus reformas huelen a parcheo del sistema capitalista que con los neoconservadores ha campado a sus anchas y conducido a una crisis global. Dos días después, aún inspira confianza. Algo ha cambiado, cuando un negro ocupa la presidencia y declara la convivencia religiosa (incluida la mahometana) y los derechos humanos como esencia de las libertades de su país. Pero los presidentes carismáticos (y Obama lo es) poseen un telón de Aquiles que conviene no descubrir. Washington -y los dos millones de asistentes, a diez grados bajo cero- equivalen a la antigua Roma imperial, expirada la república, cuando surgió la figura de un César tronante. Shakespeare convirtió a Bruto en el protagonista de su Julio César. Sólo él actuó con el desinterés de los defensores del antiguo sistema republicano, aunque fuera derrotado tras la guerra civil. Obama ha echado mano de los Fundadores,y en especial de Lincoln, pero sabe bien que el mundo que pretende diseñar y al que le toca redireccionar queda lejos de aquellos ideales en los que libertad o democracia se entendían sin las complejidades que les hemos añadido. También las palabras sufren el desgaste del tiempo. Lo que incorpora este joven matrimonio de universitarios bien educados es el entusiasmo de lo que se entiende como tarea política esencial. Pero la política, en la caduca Europa, anda de capa caída, desmemoriada, desmoralizada y hasta deshumanizada. Nunca dejó de ser un diálogo entre gobernantes y pueblo a través de palabras. Cambiaron los de los Estados Unidos, pero el pueblo sigue siendo el mismo y sus vicios están insertos en las palabras de uso. Reclamar más trabajo se opone a los anunciados aumentos del paro. Queda el acto simbólico. Parte del nuevo equipo del Presidente, una vez jurado el cargo, sustituyó de inmediato las páginas de internet de la Casa Blanca, donde se exponen ya las líneas maestras de la nueva Administración, y abandonó las ceremonias para dirigirse a sus despachos. Se proclamaba así que no había ni un minuto que perder. Estos actos simbólicos pretenden restaurar el sentido de transparencia del lenguaje político, corrompido por el trapicheo. Europa posee larga historia, cuajada de luchas intestinas, aunque también de descubrimientos, de ensamblaje de un tejido social, que los estadounidenses deben todavía generar. Pero falta el sentido patriótico del que se hace gala en las solemnidades al otro lado del Atlántico. No disponemos siquiera de un solo himno válido, de una lengua común, de los símbolos que podrían fortalecer la dignidad de una historia, de la que nos sentimos escasamente orgullosos. Dicen los norteamericanos que en las dos grandes y últimas guerras vinieron a echarnos una mano. La de Obama resulta imprescindible, porque aquí estremecen ecos de tragedia social.

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