Michael Jackson deja una obra, musical y dancística, cargada de belleza. ¡Belleza!, actitud sublime que la mediocridad ha sentenciado a muerte. Michael Jackson, en voz, canciones y baile, le abre (en continuo presente) un espacio a lo bello, posibilita la trascendencia humana, nos permite reconocer que somos algo más que masa en movimiento (o en inercia). Él, como Lennon, Rimbaud, Poe o Vallejo, vistió de belleza el mundo. No sé qué cosa más insoportablemente grosera sería el planeta si no existiera el arte. Y nos lo quieren robar. Michael Jackson logró elevar el show al nivel de lo hermoso. Y, en tiempos de simplismos, lo verdaderamente hermoso no se vende muy fácil. Sin embargo, la jauría pasa factura, la falsa seriedad de lo políticamente correcto dicta sentencia: ¡Hay que vender la muerte de Michael Jackson con el polvo que despierta la bestia milenaria (que ensombrece la razón): el morbo. La jauría hace tiempo que tiene en el filo de la navaja (y de sus colmillos) a la belleza. Por algo, el mundo cada vez más -a la velocidad de la estupidez- es un lugar menos humano. Mientras, los seguidores de la belleza-de espaldas al ruido de la jauría-celebramos, en canto y baile, la existencia sublime de Michael Jackson.
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