The Bush Administration, On the Bench

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La Administración Bush, al banquillo

Seis meses después de su inauguración, el presidente estadounidense, Barack Obama, está siendo arrastrado por el Congreso a desenterrar y a juzgar los excesos y posibles delitos cometidos por la Administración Bush en la guerra contra el terrorismo tras el 11-S.

Se ha resistido a hacerlo por temor a perder su primer mandato en una caza de brujas que le enfrentaría abiertamente con el partido republicano y consumiría buena parte de su tiempo y esfuerzo, desviando la atención pública y muchos recursos de las tres grandes batallas –recesión, Irak y Afganistán-.

En esa tarea se juega su futuro político y, seguramente, su reelección. Le preocupa también el efecto bumerán que podría tener, en caso de otro 11-S, el proceso de exhumación de responsabilidades de su antecesor.

Por incómodo que resulte y por elevado que sea el precio, la democracia estadounidense no puede mirar hacia otro lado e ignorar comportamientos como los del ex vicepresidente Richard Cheney y de otros altos funcionarios de la Administración Bush, que, en aras de la seguridad, sacrificaron durante años la legalidad estadounidense e internacional.

Los últimos datos conocidos confirman las peores sospechas. En carta del 24 de junio a los comités de inteligencia del Congreso, el actual director de la CIA, Leo Panetta, reconoce que la agencia, por orden de Cheney, ocultó desde 2001 al Legislativo (violando la Ley de Seguridad Nacional de 1947 y otras leyes posteriores) un plan de asesinatos selectivos de miembros de Al Qaeda.

El delito, según la legislación estadounidense, no estaría en los asesinatos selectivos de enemigos en guerra, sino en la ocultación del plan al Legislativo.

Hace unos días se publicaron partes de un informe encargado por el Congreso a cinco inspectores de los principales servicios secretos que confirman y amplían lo que ya se sabía sobre otra criatura de Cheney: el programa de escuchas electrónicas sin autorización judicial, dentro y fuera de los EE.UU., un delito penado por la legislación estadounidense e internacional.

A primeros de abril el departamento de Justicia reconoció el uso sistemático, aprobado en 2002 por los principales miembros de la Administración Bush y por los dirigentes del Congreso, de métodos de tortura como el ahogamiento simulado en los interrogatorios de los detenidos en las guerras de Irak, Afganistán y contra Al Qaeda.

Otro delito que los implicados, con Cheney al frente, justifican con dos argumentos, cada cual más falaz: que fueron eficaces para evitar atentados muy graves y que contaron con el visto bueno de Justicia y del Legislativo.

Las torturas se iniciaron meses antes de que Justicia y el Legislativo las aprobaran, y la eficacia de los métodos está por demostrar. Los ejemplos de su ineficacia, en cambio, llenarían varias enciclopedias. Está ampliamente demostrado que, sometidos a tortura, poco seres humanos se resisten a decir lo que el torturador quiera.

Philip D. Zelikov, que asesoró a Condoleezza Rice en 2005 y 2006 sobre el asunto, ha reconocido públicamente cómo se retorció la ley. Los legisladores que, supuestamente, las autorizaron, como la actual presidenta de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, aseguran que votaron a favor porque la CIA les engañó.

Los demócratas exigen a Obama una respuesta ejemplar. La mentira o el engaño, al otro lado del Atlántico, siempre fue mucho más grave que el posible delito.

Los comités de inteligencia del Capitolio se establecieron a mediados de los setenta precisamente para evitar nuevos abusos como los que los servicios secretos –no olvidemos que la CIA es sólo una de las 16 agencias y no la más importante- habían cometido desde su nacimiento y, según todos los indicios, han vuelto a cometer entre 2001 y 2008 por orden de la Administración Bush.

Tras conocer las conclusiones de la Comisión Church, el presidente Ford prohibió los asesinatos por una orden ejecutiva en 1976, pero la prohibición no incluye a enemigos en guerra y parece claro que Bush y Cheney nunca entendieron la diferencia entre asesinar a un miembro de Al Qaeda de un tiro en la nuca o con un misil lanzado desde un avión.

¿La entiende Obama? Los juristas estadounidenses están divididos, pero el Supremo sentó precedente ya en 1989 al dictaminar que el asesinato de terroristas no viola la prohibición del 76.

La búsqueda de la verdad y la persecución del delito siempre tienen un precio, pero hay que pagarlo por el bien de la democracia. Por alto que sea, lo es mucho más sentar el precedente de que, a la sombra de un Bush incapaz, ciego o igual de responsable, Cheney y otros se vayan de rositas tras haberse saltado impunemente el derecho estadounidense e internacional.

Para evitar esa impunidad, Obama debería apoyar al fiscal general Eric Holder , quien parece inclinado ya a nombrar un fiscal especial y a poner en marcha la comisión de investigación correspondiente. Cuanto antes lo hagan, mejor.

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