A Obama no le sentó bien que Israel girase a la derecha y que Benjamin Netanyahu, «Bibi», fuese el nuevo primer ministro de Israel, hace ahora un año. El presidente norteamericano soñaba con un gran diseño para la región en la que lo importante era una América más próxima al mundo musulmán, que acabase querida por los árabes.
Israel era para eso un obstáculo. Un Israel bajo Bibi un obstáculo insalvable. Netanyahu era lo opuesto a lo que Obama quería en Jerusalén: un líder dócil, y que siguiera fielmente los dictados americanos, hacia Irán, en el proceso de paz, en los asentamientos y hasta en la partición de Jerusalén. Mucho aspirar.
Este año, Netanyahu ha sabido jugar bien sus cartas y logró diluir las divergencias entre ambos países, pero la autorización de nuevas viviendas en Jerusalén ha provocado la mayor crisis desde 1975, a decir del embajador israelí en Washington, Michel Oren. En Israel se da por sentado que todo responde a una política de Obama para atarles las manos frente al programa nuclear iraní, ante el cual se acerca una decisión inexorable: o aceptar la bomba, o impedirla. Asustando a Netanyahu desde América, la Casa Blanca esperaría poder frenarle.
Pero Obama confunde sus deseos con la realidad: la bomba iraní es inaceptable para los israelíes en su conjunto, no sólo para su primer ministro; la popularidad de Netanyahu está en cuotas antes nunca vista para un país que canibaliza a sus políticos, mientras que la de Obama en Israel no supera el 4%, la más baja de toda la historia; Netanyahu es un líder creíble para muchos árabes, mientras que Obama ha perdido gran parte de su credibilidad.
No sé quien puede perder más en estos momentos. En todo caso, quien más gana está claro: un Irán que se frota las manos testigo de las trifulcas de la Casa Blanca con su principal aliado en la zona. Netanyahu no tiene quien le sustituya y Obama debería ya empezar a aceptarlo.
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