No saben todavía las autoridades chinas que los premios no los conceden los jurados sino que son los premiados quienes hacen honor a quienes los otorgan. O, en ciertas ocasiones, son los propios enemigos de los premiados quienes más contribuyen a dar lustre al galardón, primero con sus esfuerzos para evitar su concesión y luego boicoteando su entrega. Si estuvieran al corriente, las autoridades de Pekín no se habrían dedicado a organizar una campaña contra la concesión del Premio Nobel de la Paz al disidente encarcelado Liu Xiaobo, en la que hay más exhibiciones de debilidades y angustias que demostración de fuerza y poderío. Tampoco habrían gastado luego todos sus esfuerzos diplomáticos para reventar, sin éxito, el acto de entrega que se celebra mañana en Oslo.
El resultado de sus gestiones para boicotear la ceremonia levanta un interesante mapa geopolítico del mundo, en el que se pueden colorear los países políticamente incondicionales de China, los países con lazos económicos más fuertes que cualquier ideología, y los países directamente subordinados y dependientes. Eso sin contar a quienes complacen a Pekín meramente por la cuenta que les trae, puesto que tienen ellos mismos sus propios disidentes a los que no quisieran ver premiados un día. No está mal en todo caso la cantidad de información sobre el nuevo estado del planeta que nos da conocer este mapa de quienes han rechazado la invitación para la ceremonia. Nos enteramos, por ejemplo, que Colombia, Marruecos, Irak o Arabia Saudí, todos ellos aliados occidentales, son países obsequiosos y agradecidos con el régimen chino.
China es un país merecedor de muchos premios Nobel. Ha recibido unos pocos, pero por la puerta de atrás y con gran disgusto de sus autoridades. Este fue el caso del Dalai Lama (Paz en 1989) y del poeta y artista Gao Xingjiang (Literatura en 2000), el primero reconocido como tibetano y el segundo como ciudadano francés. El de Física ha recaído en cuatro ocasiones en científicos chinos pero todos ellos con nacionalidad norteamericana o británica. China no tiene galardonados en las otras disciplinas, como Economía, Medicina y Química, como correspondería a la superpotencia en que se ha convertido. Pero el tiempo resolverá esta cuestión. Mientras tanto, es evidente que las autoridades chinas tienen alguna dificultad a la hora de relacionarse con las instituciones occidentales, tal como demuestra su agarrotamiento con el Nobel para Liu.
Su problema es de unos celos soberanos, que conducen al actual régimen chino a rechazar todo análisis crítico y cualquier juicio exterior. Las opiniones o actitudes públicas que pongan en duda su autoridad se convierten inmediatamente en una agresión a la soberanía nacional. Pero la extrema irritabilidad que produce el Nobel a Liu se debe a un factor crucial en la historia reciente, como es la memoria reprimida de los sucesos de Tiananmen de 1989. Liu no es un disidente cualquiera. Además de autor de la Carta 08, manifiesto por la democracia que ya han firmado más de 12.000 ciudadanos, el nuevo Nobel de la Paz es un veterano de la protesta de Tiananmen, que sufrió cárcel por aquellos acontecimientos en los que jugó un papel conciliador y pacificador.
Sobre el olvido y la censura de Tiananmen se fraguó una especie de pacto implícito entre las élites chinas y las clases medias en ascenso por el que las primeras conservaban el monopolio del poder comunista y las segundas recibían a cambio los beneficios de la prosperidad capitalista. Este pacto fundamenta un nuevo modelo de desarrollo, inventado de hecho en Singapur, que ha fraguado en la nueva superpotencia China y está encontrando imitadores en todo el mundo, tal como cuenta el periodista británico John Kampfner en su libro ‘Libertad en venta. Cómo hacemos dinero y perdemos nuestra libertad’.
Premiar a Liu es premiar a los resistentes de Tiananmen que no han tirado la toalla y a quienes no han aceptado la entrega de la libertad a cambio de la prosperidad. Es un insulto a la inteligencia y a la dignidad de los ciudadanos presentar, como hacen las autoridades chinas y algunos amigos occidentales, las libertades políticas y la democracia como obstáculos para sacar de la pobreza a los cientos de millones de chinos que todavía tienen rentas muy bajas y condiciones de vida precarias.
Los maravillosos resultados cosechados por el sistema educativo de la región de Shanghái en el informe PISA, en cabeza del mundo en todos los capítulos del aprendizaje (lectura, matemáticas y ciencias), no deben leerse como un éxito del modelo chino de desarrollo sin libertad sino al contrario, como una demostración de la madurez educativa y cultural de China para acceder a los beneficios del pluralismo y de las libertades. Detrás de los celos soberanos hay una miopía imperial, propia de la Ciudad Prohibida y no de la gran superpotencia emergente del siglo XXI.
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