NI que nos hubieran echado mal de ojo. No solo a los españoles, sino al mundo entero. De un tiempo a esta parte no ganamos para desgracias, la última, ese tsunami que asoló la costa nororiental japonesa, haciéndonos temblar a todos. Casi a continuación del otro tsunami, el político, que barre el norte de África y no sabemos todavía cómo ni cuándo terminará. Por no hablar del tercer tsunami, el económico, que viene devastando nuestras haciendas desde hace tres años. Ya no hay nada seguro y las predicciones de los expertos valen menos que las de cualquier ciudadano, tal vez porque este vive en la calle y aquellos en sus despachos, haciendo cálculos sobre datos desfasados. Hemos entrado en otra era donde no rigen los parámetros anteriores, y hasta que no averigüemos los nuevos vamos a darnos bastantes trompazos y llevarnos unos sustos tremendos.
¿Qué ha cambiado para que todo nos sorprenda y nada encaje? Pues, lo primero, el equilibrio mundial. Aquel viejo orden, en el que las dos superpotencias —EE.UU. y la URSS— regían el planeta tras dividírselo en sus zonas de influencia, se ha acabado. Era sin duda injusto, pero estable. Washington y Moscú se encargaban de mantener la tranquilidad en sus respectivos imperios, y si bien surgían roces esporádicos en sus fronteras —Berlín, Cuba—, tanto norteamericanos como rusos tenían buen cuidado de que no pasaran a mayores, pues ambos sabían lo que eso significaba: el aniquilamiento mutuo y puede que de la vida sobre la Tierra. Se le llamó «guerra fría», aunque era en realidad una «paz caliente», o más exactamente un «equilibrio del terror». Pero permitió durante décadas una estabilidad sin autonomía, y los pueblos de uno y otro imperio pudieron dedicarse a progresar y a pasarlo bien, no teniendo que preocuparse de los gastos militares, que corrían a cargo de sus respectivos señores.
Esta situación de tablas acabó con el desplome del muro berlinés. Sin disparar un tiro, Estados Unidos se convirtió en vencedor de la Guerra Fría y en única superpotencia. Algunos, llevados de su optimismo, nos auguraron que se acababa la Historia y en adelante la única fórmula política sería la democracia, mientras el mercado se encargaría de regular la economía. Pocas veces ha quedado tan de manifiesto lo inútil de nuestras predicciones. Lo que nadie tuvo en cuenta fue que todas las fuerzas aprisionadas por el diunvirato mundial quedaron libres. En el Este de Europa, los países un día satélites se apresuraron a dejar el comunismo y abrazar el capitalismo, mientras los rusos tenían que renunciar a buena parte de su imperio, dejando vacíos de poder, que en Afganistán llenó el más fiero islamismo, obligando a Occidente a intervenir al haberse convertido aquel país en nido de terroristas. O sea, que la victoria no iba a ser gratis, y el 11-S marcó el comienzo de esta nueva era de caos, que aún no ha acabado porque el terrorismo islámico es más difícil de batir que el comunismo soviético con todos sus megatones. Así nos encontramos hoy metidos en dos intervenciones armadas, Irak y Afganistán, de las que, en el mejor de los casos, podremos salir sin perder, pero tampoco ganar.
El déficit de las principales instituciones financieras, producto de la falsa idea de que el mercado debe ser el único regulador de la actividad económica, nos advirtió de cuán equivocados estábamos, y es aún hoy el día en que no hemos salido de la crisis. Por si fuera poco, el alzamiento popular de los pueblos árabes contra los oligarcas que venían rigiéndolos nos ha llenado de perplejidad. ¿Pero no habíamos quedado en que los musulmanes detestaban la democracia occidental? ¿A qué vienen esos gritos pidiendo libertad? ¿No estarán los fundamentalistas tras ello? Y, sobre todo, ¿ayudamos o no a las multitudes en las calle o a los sons of bitches que veníamos apoyando para que mantuvieran el orden y siguieran suministrándonos petróleo? En estas dudas, las cosas se han decantado según el equilibrio interno de cada país: allí donde nuestro son of a bitchno era bastante fuerte, ha tenido que salir pitando, quedando el Ejército al frente de una situación. Allí donde lo era, se está imponiendo, mientras nosotros discutimos si son galgos o podencos. Quedando flotando sobre esos países una incógnita, que nadie sabe cómo se despejará, y el que diga saberlo es un mentiroso o un necio.
Lo único que sabemos es que el viejo orden mundial se ha ido al traste y que el nuevo solo está apuntando. Un orden todavía desorden, pero en el que pocas cosas quedarán como estaban. Su rasgo más destacado es la aparición de nuevos protagonistas en la escena mundial. China a la cabeza, convertida ya en segunda potencia económica, aunque sin aspiraciones a usar su liderazgo. Los chinos no están interesados, como los soviéticos o los norteamericanos, en crear un imperio fuera de sus fronteras. Con los problemas que tienen dentro de ellas, les basta. Su interés se cifra en asegurarse el suministro de las materias primas que devora su industria, con crecimientos de más del diez por ciento anual. De ahí los convenios que están cerrando con los países productores de las mismas en África, Hispanoamérica y la misma Asia. La ideología no les interesa y las aventuras bélicas menos, ya que disturban el materialismo ultramontano que Deng Xiaoping explicó a Felipe González con frase lapidaria: «Gato negro o gato rojo, lo importante es que cace ratones». Es una actitud nada expansionista, excepto en el terreno comercial, pero que ayuda poco a crear un orden mundial.
Y no están solos en ella. Les acompañan los llamados «países emergentes», India, Brasil, Corea del Sur, Chile, a los que se les irán uniendo otros procedentes de campos ideológicos muy distintos, para construir un sistema híbrido, en el que prima la economía sobre la política y los intereses nacionales sobre cualquier otro. Si este va a ser el clima del siglo que empieza, mucho me temo que nos aguarden tiempos agitados, pues ninguno de esos nuevos protagonistas parece interesado en asumir mayores responsabilidades internacionales. Y si Rusia renunció a las suyas al renunciar a su imperio, puede temerse que la parálisis del Consejo de Seguridad, único organismo de Naciones Unidas con poderes ejecutivos, se convierta más en un obstáculo que en un factor de paz y justicia.
Mientras, los Estados Unidos acusan el enorme esfuerzo realizado en los últimos veinte años de llevar sobre sus hombros la dirección mundial. Que buena parte de su deuda esté en manos chinas, que su presupuesto militar sea superior al de los quince países que le siguen juntos y que su déficit haya tomado proporciones astronómicas hablan por sí solos. Aquel país tiene una enorme capacidad de resistencia y recursos suficientes para salir adelante, por lo que no dudo de que saldrá de esta crisis como salió de otras anteriores tanto o más graves. Pero saldrá él. Ya más dudoso es que pueda tirar de los demás, como tras la Segunda Guerra Mundial. Y queda pendiente la incógnita de quién podrá o querrá tomar el relevo.
Porque Europa no tiene a todas luces capacidad ni voluntad de hacerlo, como ha demostrado en las últimas crisis militares, económicas y políticas a que se ha visto enfrentada. De ahí que la pregunta que se formulara Paul Valéry, «¿llegará Europa a ser lo que en realidad es, la cabeza de Asia?», tenga ya contestación: más que la cabeza, la cola.
Aunque meterse a profeta hoy es hacer oposiciones al ridículo.
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