“Por primera vez en 60 años, el tráfico neto de mexicanos a Estados
Unidos se ha reducido a cero y quizá arroje incluso un saldo negativo”.
Así lo establece el más reciente estudio de la Universidad de Princeton
sobre migración. Ésta sí que es una noticia con profundas implicaciones
estructurales para las relaciones bilaterales. Las repercusiones del
estudio sobre las campañas presidenciales en el vecino país deben ser
letales para quienes pretenden utilizar la migración como instrumento
para la obtención de votos de los sectores más radicales de Estados
Unidos.
¿Cómo se llegó a validar este hallazgo? Desde 2009, el Proyecto de Migración Mexicana de la Universidad de
Princeton ha realizado miles de encuestas entre mexicanos que se encuentran en Estados Unidos. En estos casi tres
años ninguno de los paisanos entrevistados indicó que estuviera cruzando a territorio estadounidense por primera
vez. Es decir, estos migrantes ya habían estado previamente en el vecino país. El resultado neto es precisamente
que la migración no se ha incrementado: equivale, como lo señala el estudio, a un crecimiento cero o incluso
negativo, si se considera que muchos paisanos han vuelto a México sin intenciones de volver a cruzar la frontera.
Las razones que explican este fenómeno están a ambos lados de la línea divisoria. Del lado estadounidense la
disminución de corrientes migratorias se asocia con la recesión económica que se gestó en 2008 y que por ende ha
reducido la demanda de mano de obra mexicana, especialmente en el ramo de la construcción. Al correrse la voz de
que no hay oferta de empleos, los paisanos simplemente no arriesgan la vida y su patrimonio para cruzar al otro
lado. La segunda explicación que reporta este estudio son las medidas antimigratorias extremas que se han aplicado
en estados como Alabama y Arizona. El hecho de que la policía, bajo cualquier circunstancia y sobre todo basándose
en el perfil racial de las personas, pueda exigir la presentación de documentos migratorios, no sólo ha provocado
que los paisanos se vayan de esos dos estados hacia otros dentro de Estados Unidos, sino que se abstengan
simplemente de cruzar al norte.
Las razones que encuentra el estudio del lado mexicano son quizá más interesantes. Menos mexicanos buscan ir a
Estados Unidos porque los niveles de bienestar en nuestro país han aumentado. En los últimos 10 años, México ha
registrado mayor acceso a la educación y los servicios de salud. Sólo 3% de la población habita en sitios con piso de
tierra. Y por último, el diferencial de salarios entre Estados Unidos y México ha pasado de ser 10 veces más alto al
promedio del nuestro, a solamente cuatro veces mayor.
El hecho concreto es que en los últimos dos años, las detenciones de indocumentados en la frontera han caído en
70%. Así, mientras la retórica de algunos políticos y grupos extremistas norteamericanos sigue llamando por un
reforzamiento de la Patrulla Fronteriza, el desplazamiento de aviones no tripulados y la erección de muros, la
realidad ya los tiene rebasados.
Llama poderosamente la atención que ninguno de los dos gobiernos esté aprovechando las revelaciones de este
estudio. Del lado estadounidense, el gobierno podría lanzar una iniciativa totalmente inédita de reforma migratoria,
pues ahora sí tendría bases para regularizar a los que ya se encuentran residiendo allá. Ya no puede utilizarse el
argumento de que dar amnistía a los migrantes actuales va a traer una oleada de nuevos cruces ilegales. Ya no están
cruzando. Una medida de este tipo podría estabilizar de una vez y para siempre los flujos migratorios, regulando
oleadas futuras mediante visas de trabajo. El segundo punto es que, después de una discusión de 60 años, se revela
empíricamente que el desarrollo económico y social del lado mexicano es la mejor fórmula para atender el
fenómeno migratorio. El apoyo y las inversiones que haga Estados Unidos en México deben formar parte de sus
políticas públicas. Y además sería un gran negocio para Washington, dado que México importa más bienes y servicios
de Estados Unidos que las cuatro economías europeas más poderosas, combinadas.
De la parte mexicana sería el momento propicio para reposicionar la agenda migratoria, impulsar activamente un
mecanismo de regularización para paisanos e insistir en que la prosperidad de México está en el mejor interés de
Estados Unidos. Se podría liberar a los 52 consulados que tiene México en Estados Unidos de la carga casi única de
dedicarse a temas de protección, para meterse de lleno a la promoción de nuestra economía y nuestra cultura.
Habría que insistir en que el crecimiento de México no sólo les ahorra preocupaciones sociales y de seguridad a los
estadounidenses, sino que abona directamente en su propia expansión económica. Es el momento de diseñar una
nueva arquitectura para las relaciones bilaterales. La iniciativa, inevitablemente, debe provenir de la parte
mexicana. Y debe ser vigorosa. Para un proyecto de esta importancia, nunca es muy tarde en un sexenio.
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