Al salir de la estación Chambers del metro de la ciudad de Nueva York uno se encuentra con el solar vacío, antes ocupado por las Torres Gemelas. Un escalofrío recorre la espalda. A una cuadra de ahí se ubicó durante los últimos dos meses el campamento Ocupa Wall Street. Después de una docena de convocatorias de la revista Adbusters, un día la gente realmente acudió y restauró el carácter público de un parque que había sido privatizado después del 11 de septiembre de 2001, por un banco que lo compró, limpió el cascajo y lo bautizó con el nombre de uno de sus accionistas, Zuccotti. La Asamblea General de la Ciudad de Nueva York que sesionó ahí, diariamente a partir de las 6 de la tarde, rebautizó el lugar como Plaza de la Libertad, y comenzó una sostenida y creativa protesta pacífica enclavada en el corazón simbólico del capitalismo, en un mundo en el que, como ha dicho Dave Zirin (en The Nation), hasta los jugadores de la NFL han pasado a 99 por ciento de la población afectada por los apostadores del casino financiero.
El movimiento ha transformado el paisaje político en Estados Unidos. La protesta forma parte de una expresión mundial de descontento cuya profundidad es difícil de sondear. ¿Se trata de un cambio de época como el ocurrido en el 68? ¿Es un despertar de la sociedad norteamericana como el de la lucha contra la guerra de Vietnam? ¿O es una expresión más modesta y coyuntural, sobredimensionada por la visibilidad de los estudiantes de las mejores universidades estadunidenses con mayor poder mediático que los migrantes? En cualquier caso, la ocupación ha puesto temas de la agenda social, en la agenda política y podría ponerlo en la agenda económica.
La temprana incorporación de los migrantes, y particularmente de los latinoamericanos, a la Plaza de la Libertad enriqueció al movimiento, diversificó su composición, lo dotó de la experiencia organizativa de las grandes movilizaciones desarrolladas en los años recientes, amplió su demandas y tendió puentes hacia muchas regiones del continente y a sectores sociales populares a los que no llegaba directamente los universitarios y la clase media.
En el nivel del imaginario, los manifestantes reconstituyeron el principio de la esperanza y abrieron la posibilidad de transitar de un mundo babilónico de tensiones raciales y de clase, a una reconstitución de los lazos sociales entre grupos. El campamento transformó un escenario tipo La hoguera de las vanidades de Tom Wolfe (premios a la ambición, el cinismo y la avaricia financiera desconectada de la producción), a una especie de internacionalismo posbabilónico. Las tensiones al interior del movimiento expresan un conflicto real, pero experimentan una nueva manera de resolverlo. En la esquina del parque donde sesionaba la asamblea, un letrero anunciaba: Si tienes problemas con tus vecinos de tienda de campaña, acude a la comisión de mediación. Según me explicó el geógrafo mexicano Rodolfo Hernández –estudioso del singular proceso de proletarización causante de la migración de 500 mil mixtecos a Nueva York–, las tensiones raciales y de clase son tan intensas en Estados Unidos que se expresan también al interior de los movimientos sociales. En un primer momento hubo mucha tensión, entre los moderados jóvenes clasemedieros y los migrantes más radicales y experimentados. Alguien me llegó a decir que las consignas anticapitalistas afectarían la imagen de pluralidad (ideológica) del movimiento, pero tras ríspidas discusiones, los migrantes llegaron para quedarse, enriquecieron la diversidad cultural del campamento y diversificaron sus públicos.
La policía ha estado presionando todo el tiempo; una noche, mientras hacía una entrevista, un agente Matute, del Departamento de Policía de Nueva York, se acercó a nosotros moviendo su tolete, el compañero entrevistado no se dejó intimidar y dijo: ellos también nos apoyan, un sector de la policía realizó un paro de un día, y algunos de ellos vinieron a apoyarnos vestidos de civiles, aunque eso sí, ese día sus demás compañeros cumplieron su cuota diaria de arrestos. Una noche corrió el rumor de que los iban a desalojar, y al día siguiente, a las 6 de la mañana, llegaron 6 mil personas a la plaza para impedirlo. Posteriormente y a punto de que el campamento cumpliera dos meses, Michael Blomberg, alcalde de Nueva York y barón de las noticias económicas (pulso informativo organizador de los vertiginosos movimientos electrónicos de capitales), reprimió a quienes pedían corregir los sufrimientos provocados por la ambición y la avaricia. Un día después el movimiento seguía ahí, listo para inventar algo nuevo.
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