Es diciembre en Washington. A la Casa Blanca llega la noticia de que las Farc acaban de secuestrar a cinco agentes de la DEA y solo los soltarán si el gobierno colombiano libera a un jefe narcoguerrillero que está en prisión. El presidente de Estados Unidos ordena violar el espacio colombiano sin informar a Bogotá. Pero, en vez de recuperar a los rehenes, la misión pierde un helicóptero y nueve soldados. El golpe es duro. El mandatario gringo llama al presidente colombiano, un tal M. Santos, y le confiesa, sin recato alguno, que “hace 90 minutos invadimos su espacio aéreo”. Santos agradece la llamada, libera al preso y rescata a los rehenes.
El episodio conduce al presidente gringo a una honda meditación sobre la guerra contra las drogas. “No sé contra quién luchamos, pero sé que no estamos ganando”, dice. El 60 por ciento de los presos de su país lo están por tráfico de drogas. “Encarcelamos un porcentaje de ciudadanos más alto que Rusia bajo el comunismo o Sudáfrica bajo el apartheid”, se lamenta.
Convencido de que “financiamos ambos lados de esta guerra (represores y consumidores) y así nunca ganaremos”, pide a sus asesores que estudien alternativas al fracasado modelo. Por añadidura, la ministra de Salud de EE. UU. se muestra partidaria de legalizar el consumo de marihuana. Una encuesta revela, sin embargo, que el 69 por ciento de los norteamericanos se opone a la legalización y, ante esta cifra, el presidente recula y persiste, a regañadientes, en la guerra inútil.
La historia corresponde a un capítulo de El ala oeste de la Casa Blanca, la magistral teleserie de Aaron Sorkin, emitido en febrero del 2001. La única coincidencia pura es el apellido del presidente colombiano, en el que Sorkin se anticipó diez años. Las cifras, el fracaso de la guerra contra las drogas y los argumentos a favor de legalizar la marihuana son totalmente realistas y documentados. En cuanto a la sumisión con que “M. Santos” tolera que nos invadan los aviones de la DEA, creo que ningún mandatario colombiano, ni siquiera el que gobernaba en esa época, lo habría aceptado.
Llama la atención que hace diez años una serie ficticia se atreviera a hacer esta propuesta. Pero “la vida imita al arte”, y llegará el día en que un presidente estadounidense imite al actor Martin Sheen y decida cambiar el actual modelo antinarcóticos, que ha multiplicado el consumo del producto que prohíbe, enriquecido a los traficantes, armado a grupos violentos, destruido miles de hogares, corrompido instituciones y quebrantado frágiles democracias. Así ocurrió con la famosa prohibición del alcohol en los años 20: era un dogma constitucional, hasta cuando los políticos la tumbaron.
Las recientes declaraciones de Juan Manuel Santos en el Guardian Observer, donde plantea la despenalización universal de la droga, motivaron en el prestigioso periódico londinense un editorial de apoyo: “Es inconcebible que los líderes de las naciones más consumidoras del mundo -Estados Unidos, el Reino Unido y España- sigan callados. Los hábitos de sus ciudadanos son directamente responsables del desperdicio de vidas de muchos latinoamericanos (…). La guerra contra la droga ha fracasado. Cuando las políticas de Estado no funcionan, es deber de los líderes buscar nuevos enfoques”.
Santos tuvo el valor de hablar en voz alta de un tema que se comenta en voz baja. Debe seguirlo haciendo. Repetidamente. Con claridad y sin miedo. Y en diversos foros. Ya verá que empieza a recoger aliados. Un día, incluso, lo apoyará el inquilino del ala oeste de la Casa Blanca.
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