Edited by Gillian Palmer
No se declara una guerra en vano. Y menos cuando se trata de una guerra global, que es como decir mundial, y contra un enemigo de rostro borroso y evanescente, que se proyecta sobre cualquier otro rostro. Una contienda sin frentes ni territorios a conquistar, librada con armas y métodos fuera de toda norma, y de duración probablemente infinita, intimida y divide a quienes se ven sometidos a su diabólico magnetismo. Solo banderas apocalípticas como las que imaginan una confrontación entre el islam y la civilización judeo-cristiana sirven para tales empresas bélicas.
George W. Bush la declaró en respuesta a los atentados de Nueva York y Washington el 11 de septiembre de 2001, preparados y perpetrados por Al Qaeda. La red terrorista de Bin Laden pretendía conducir a la primera superpotencia y al mundo entero a un enfrentamiento cruento de enormes dimensiones que devolviera el islam al esplendor del califato. El presidente de los Estados Unidos, al contrario que muchos de quienes le apoyaban en su empresa bélica, rechazó la designación como enemigo de una entera religión mundial, pero en cambio comprometió para librarla los valores democráticos y los derechos constitucionales estadounidenses y embarró a su país y a buen número de sus aliados en dos guerras sin salida en Irak y Afganistán.
Aunque su sucesor Barack Obama quiso reducir su perímetro, que ya no es global ni tiene como enemigo al terror, sino estrictamente a Al Qaeda, la guerra global sigue todavía enganchando a fanáticos de ambas orillas, dispuestos a matar a la menor ocasión en que la llama del odio racista aviva su instinto y sus dotes de asesino. Eliminado Bin Laden por la acción de un comando especial y multitud de dirigentes terroristas por disparos desde aviones no tripulados, Al Qaeda se encuentra ahora en un declive que las revueltas árabes han acelerado con su rechazo al yihadismo.
Pero la decadencia no significa inacción, ya sea en células organizadas, como las que secuestran a ciudadanos europeos en el Sahel, o en la actuación individual de muyahidines extraviados como el que acaba de actuar en Toulouse. Mohamed Merah, francés de 24 años, ha asesinado a siete conciudadanos, primero a tres militares, y días después a tres niños y un adulto en un colegio judío de Toulouse, reivindicando su pertenencia a Al Qaeda y aludiendo a la presencia francesa en Afganistán y a los niños de la franja de Gaza.
Solo en una mente criminal puede funcionar la conexión entre escenarios tan distantes y sin relación causal alguna. La única conexión efectiva es que Merah se hermana en saña y crueldad con otro asesino en serie que ha ensangrentado las calles de Kandahar en Afganistán estos mismos días. Robert Bales, sargento estadounidense de 38 años, asesinó a 16 civiles afganos, nueve de ellos menores, de los que tres eran niñas con menos de seis años, en una razia tan absurda e inexplicable como la del asesino francés. No hay duda que Bales veía en los afganos a unos enemigos que no merecían vivir, que es como veía Merah a los tres soldados y a los alumnos y profesores de la escuela de Toulouse.
La matanza perpetrada por el sargento Bales, sumada a las profanaciones de ejemplares del Corán y de cadáveres de talibanes por parte de soldados estadounidenses, ha trastornado el calendario de retirada ordenada de Afganistán planificada por el Pentágono para 2014. La matanza de Toulouse ha venido a interrumpir, incluso a perturbar, la campaña para la primera vuelta de las elecciones presidenciales francesas, que se celebra el 22 de abril.
La capacidad tóxica de la violencia terrorista es infinita. El desorden que crea la muerte de inocentes divide e intimida: hace rehenes incluso entre quienes expresan su repulsa. Cualquier palabra mal modulada puede convertirse en munición política, sobre todo en esta época de uso creciente de las redes sociales tan instantáneas y nerviosas. Y hay circunstancias en que las declaraciones y expresiones de repulsa son sometidas a un escrutinio escrupuloso en búsqueda de un reproche rentable.
Desde la representante de la política exterior europea Catherine Ashton hasta el presidente Sarkozy, pasando por el candidato centrista François Bayrou, saben lo difícil que es pronunciarse en esta atmósfera tan eléctrica. Todos ellos han recibido algún reproche estos días por palabras que querían aliviar el dolor y el desorden creado por la violencia. Por eso los responsables políticos deben apelar a la unidad cívica cuando se producen.
Hay muchas cosas que igualan a los asesinos, lleven o no uniforme, pero hay una diferencia fundamental que les separa: las muertes de Toulouse alegrarán a los partidarios de Al Qaeda, mientras que las de Kandahar entristecen a todos; para los seguidores de Bin Laden la matanza de Toulouse es una hazaña victoriosa, mientras que la de Kandahar es una derrota amarga para Washington y sus aliados. Ambas soplan sobre las brasas de la guerra de civilizaciones que Bin Laden quiso librar.
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