If Ronald Reagan Raised His Head

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Presten atención a las palabras del presidente de Estados Unidos:

“Nuestro objetivo es establecer un sistema migratorio razonable, justo, ordenado y seguro, y no discriminar en forma alguna. La legalización mejorará las vidas de individuos que ahora tienen que esconderse en la sombra, sin acceso a los beneficios de una sociedad libre y abierta. Muy pronto, muchos de estos hombres y mujeres podrán salir a la luz finalmente. Si lo deciden, pueden convertirse en estadunidenses”.

¡Qué nobles palabras del presidente Barack Obama! Son dignas del líder de una nación que se hizo grande gracias al esfuerzo de sus inmigrantes, como ha recordado el demócrata cada vez que pretende (sin éxito) sacar adelante su reforma migratoria. Pero, un momento… ¿dije Obama? Perdón, quise decir Reagan. Efectivamente, son palabras del presidente Ronald Reagan, el héroe de la derecha estadunidense, el modelo a seguir, para los dirigentes actuales del Partido Republicano.

Desgraciadamente la memoria es corta y es selectiva. Se recuerda lo que conviene y, lo que no, se oculta. En la Convención Nacional Republicana de Tampa, ningún dirigente habló del gesto humanitario que tuvo el presidente Reagan aquel lejanísimo 6 de noviembre de 1986, cuando promulgó una amnistía que legalizó a tres millones de indocumentados y les concedió ciudadanía y sobre todo dignidad, tal como había sucedido antes con los millones y millones de personas que llegaron a Estados Unidos en sucesivas oleadas, huyendo de las guerras y la miseria.

¿Por qué entonces se ha convertido ahora la inmigración en un problema de seguridad nacional, como alertan los republicanos? Básicamente porque en época de crisis hay que buscar enemigos al que echarles la culpa de todo, y para los republicanos los que antes eran bienvenidos para hacer los trabajos que el estadunidense no quería hacer, ahora son unos indeseables porque el empleo escasea, y deben ser deportados o “autodeportados”, como propone el candidato presidencial republicano Mitt Romney.

En este cuarto de siglo transcurrido desde la amnistía de Reagan, al menos durante los primeros 15 años las autoridades federales y estatales hicieron la vista gorda a la imparable llegada de inmigrantes, que cruzaban la frontera sur y eran recibidos con los brazos abiertos por empleadores que necesitaban urgentemente mano de obra barata. La poderosa economía estadunidense absorbió sin problemas la llegada de miles de trabajadores, que formaron familias y llegaron a convertirse en una minoría marginada de unos once millones de indocumentados. En este tiempo, el país prosperaba y el dinero fluía sin problemas, incluso para satisfacer las adiciones a la droga de un número cada vez mayor de estadunidenses. De la frontera no llegaban sólo espaldas mojadas, sino también toneladas de cocaína.

Pero cuando la crisis estalló, hace cuatro años, empezó la destrucción de empleo y todos los sectores económicos se vieron afectos; todos menos el tráfico ilegal de narcóticos, ya que los adictos siguieron enganchados a las drogas, para satisfacción de los carteles instalados en México y sus sucursales en EU.

Fue entonces cuando muchos políticos republicanos aprovecharon el creciente descontento social por la recesión, no para atacar a los especuladores financieros, causantes de la crisis, sino para señalar como culpables a los “sin papeles” y al presidente Obama por pretender legalizarlos, aunque en el fondo intenta hacer lo que hizo Reagan. Con toda la mala fe posible, adoptaron un discurso abiertamente xenofóbico y antihispano, en el que tratan de confundir a la opinión pública metiendo en el mismo saco a inmigrantes “ilegales” y a narcotraficantes, como si todos los que llegasen “del otro lado de la frontera” fueran igual de criminales.

Fue así como nacieron leyes antiinmigrantes como la de Arizona o Alabama, impulsadas por gobernadores republicanos que acusaron al gobierno federal de no hacer nada para acabar con el problema; y fue así como, envenenados por el discurso agresivo del Tea Party, los delegados en la Convención de Tampa aprobaron una plataforma electoral radical, en la que sobre el combate a la inmigración ilegal dice lo siguiente: “En una era de terrorismo, cárteles de la droga, tráfico humano y pandillas criminales, la presencia de millones de personas no identificadas en este país supone graves riesgos de seguridad y soberanía”.

No es de extrañar que el embajador de México en Washington, Arturo Sarukhan, esté preocupado por el “tufo xenofóbico” que emana de Tampa, donde los republicanos piden a gritos la construcción de un muro en la frontera y leyes más duras contra la inmigración ilegal, mientras al mismo tiempo se niegan en rotundo a endurecer leyes contra la venta de armas, que luego son usadas para cometer matanzas a ambos lados de la frontera.

Ésta es, pues, la realidad: el Partido Republicano ha sido fagocitado por la extrema derecha, que reniega de su pasado tolerante con los inmigrantes y en el que militaron, aunque ahora sea difícil de creer, el presidente antiesclavista Abraham Lincoln o el gobernador liberal de Nueva York Nelson Rockefeller.

Si Ronald Reagan levantara la cabeza y viera la deriva radical en la que está cayendo su partido, no lo duden, votaría en noviembre a Obama.

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