De Irán dependerá que Obama siga enfangado en Oriente Próximo o se centre en el Pacífico
Pacífico u Oriente Próximo, esta es la cuestión. Mientras el resto del mundo ha respirado aliviado y saludado con optimismo la reelección de Obama, se presentan dos focos geopolíticos que reclaman la atención de Estados Unidos. Uno representa el futuro y el otro es el pasado. El primero es el Pacífico, protagonista de una campaña electoral marcada por las referencias al ascenso de China. El segundo es el que ha mantenido empantanado a Estados Unidos durante las últimas décadas: un Oriente Próximo bajo el eterno conflicto entre Israel y Palestina, la inestabilidad en Irak, la primavera árabe, la guerra civil siria y la crisis de Irán.
Si estallara la crisis de Irán, el primer escenario perdería su condición de prioritario para la política exterior norteamericana. Si se resolviera negociadamente, es el segundo escenario el que queda relegado. La pregunta, por tanto, es si Estados Unidos se verá arrastrado a otra guerra en una región de la que ya no depende energéticamente.
La revolución de los hidrocarburos no convencionales, que según las predicciones situará a Estados Unidos como la mayor potencia energética del mundo, es un acontecimiento de enormes repercusiones globales. Según un reciente informe de la Agencia Internacional de la Energía, se prevé que en 2020 Estados Unidos ya sea el mayor productor mundial tanto de petróleo como de gas. La autosuficiencia energética es la coartada perfecta para retirarse progresivamente de Oriente Próximo. Liberado de su dependencia energética, el país podrá centrarse en el Pacífico.
Pese a que la estabilidad del precio del petróleo y la alianza con Israel hacen imposible desligarse por completo de Oriente Próximo, Estados Unidos tiene los ojos puestos en Asia. Hillary Clinton ya anunció la reorientación estratégica de la política exterior americana hacia este continente, que es el escenario que EEUU juzga clave para el futuro. Myanmar, Tailandia y Camboya han sido los tres primeros destinos de Obama tras su reelección. Es una decisión que no hará especialmente feliz a China, dado que los tres son miembros de ASEAN.
La zona experimenta un enorme crecimiento económico, pero las fuertes tensiones nacionalistas exigen que se apueste por crear estructuras regionales de seguridad y por reforzar las de integración económica. Hay un principio que debe superarse entre Estados Unidos y China: la desconfianza estratégica o strategic distrust, término utilizado por Kenneth Lieberthal y Wang Jisi en una publicación de la Brookings Institution. La confianza estratégica entre las dos mayores potencias de este siglo es fundamental para el funcionamiento armónico del sistema internacional. Un paso adelante sería la cooperación con Pekín para la solución de los problemas en Oriente Próximo, de donde China importará tres cuartos del petróleo total que consumirá en 2020.
Washington y Pekín tienen que superar su desconfianza estratégica
A partir del año que viene, tras las elecciones israelíes de principios de 2013, Irán volverá ser la máxima prioridad de la agenda presidencial americana. Una intervención militar en Irán, que celebra elecciones en junio de 2013, crearía una dramática situación de inestabilidad regional y global. El mundo árabe, Rusia y China se verían obligados a posicionarse, tensándose globalmente las relaciones entre los distintos polos de poder y tensando también el Pacífico.
Pero no solo es Irán: la volátil situación en Oriente Próximo demanda más soluciones urgentes. Los recientes choques en Gaza ponen de relieve la importancia del proceso de paz. A su vez, la guerra civil siria involucra a un número creciente de actores regionales, y se presenta cada vez más como un ensayo de guerra entre los musulmanes suníes —representados por Arabia Saudí, las monarquías del Golfo, Turquía, y los Hermanos Musulmanes— y los musulmanes chiíes —Irán y Hezbolá— por la dominación regional.
Irán intuye que Estados Unidos prefiere evitar la intervención militar. La fatiga de más de una década de guerras con un altísimo coste económico y humano hace pensar que EE UU prefiere apostar por la vía diplomática frente a la de las bombas. Una reciente encuesta del Chicago Council on Global Affairs, reseñada por Roger Cohen en The New York Times, señalaba que el 67% de los americanos piensan que la guerra de Irak no mereció la pena. El 69% no cree, además, que Estados Unidos esté más seguro frente al terrorismo tras la de Afganistán y el 71% dice que la experiencia en Irak demuestra que EE UU debe tener cuidado con cómo emplea la fuerza. No parece, por tanto, que la opinión pública esté muy dispuesta a volver a invertir millones de dólares en una aventura que conduce a un callejón sin salida. El gobierno iraní, por su parte, se encuentra cada vez más arrinconado por las sanciones económicas que empiezan a causar estragos domésticos. Ambos pueden entender que su mejor baza, hoy por hoy, es apostar por la negociación.
La solución pacífica de la cuestión iraní es lo que facilitaría que Estados Unidos completara su giro asiático. Otro conflicto en Oriente Próximo, en cambio, envenenaría y viciaría las relaciones una parte del mundo. Sería la peor de las opciones.
Javier Solana, ex secretario general de la OTAN y Alto Representante de la Política Exterior y de Seguridad Común, es colaborador superior distinguido en materia de política exterior en la Brookings Institution y Presidente del Centro ESADE de Economía y Geopolítica.
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