The mass murder at a primary school in Connecticut made headlines Dec. 14, 2012. The news described a 24-year-old man who entered Sandy Hook Elementary School in Newtown, Connecticut, dressed in military clothing — including body armor — and with a finger on the trigger of two firearms.
After firing more than a hundred bullets he had killed 20 children. And with that the shooting received the grim qualification of being the biggest tragedy to have occurred in an American school.
We were distant spectators of a succession of events that have recently been repeated with suspicious frequency in U.S. educational establishments. These latter have ultimately been transformed into battlefields, or rather, scenes of massacres where the lifeless bodies of many learners and teachers have been left lying.
In addition to schools and universities, other public settings have been converted into targets of firearms. According to official reports, around two million Americans are the victims of violence in their workplaces. This reality is of one of the many consequences of the “barbaric culture” engendered within the country. There, homicide is a frequent cause of death — generally accomplished with pistols or rifles.
Hospitals reveal some of the highest rates of violence in the workplace, an aspect that is rarely talked about in the media.
It is no coincidence that an article published in the American magazine Annals of Emergency Medicine in December of 2012, in which they analyzed statistics about firearm violence, revealed the increasingly frequent occurrence of violence in American hospitals from 2010 through 2011.
Despite the limitations of this type of study, where it is impossible to collect information on all the incidents, the results report shocking figures: 154 shootings in 148 hospitals and 235 people affected, with a high rate of mortality (around 70 percent of cases).
To get a more accurate picture of the problem, it is worth noting that approximately three percent of American hospitals have experienced at least one shootout with victims. The frequency of these misfortunes is slightly higher than in educational institutions, and the principal victims are patients, nurses and doctors.
What for us is unheard of — the death, in just one blow, of many innocents — seems to be an expected tragedy in a sick society where the majority of inhabitants support the right to use firearms to “protect oneself,” even in public locations.
We are talking about a country where military expenses can reach more than a trillion dollars (including indirect and hidden costs). A country where video games, movies, television and other media show, in an abusive way, countless programs dominated by content that includes homicides, kidnappings, fights, shootings, robberies, nudity, erotic demonstrations and torture, among others. Together, all are generating violence.
It is a world that looks bleak and painful in comparison to the peace and care for human rights that that seem natural in our country — or the one we would like to have. We have struggled very much so that our children will not be hostages to terror. It is a reality that may not be noticed often but clearly comes to light when, sadly, we read headlines such as that of the primary school in Connecticut.
Asesinato múltiple en escuela primaria en Connecticut», anunciaba un titular de prensa el 14 de diciembre del 2012. La noticia describía cómo un hombre de 24 años entró en la escuela primaria Sandy Hook, de la ciudad de Newtown, Connecticut, vestido con ropas militares —incluido chaleco antibalas— y con el dedo en el gatillo de dos armas de fuego.
Tras disparar más de un centenar de balas, el saldo fue de 20 niños asesinados. De esta manera, el hecho recibió el lúgubre calificativo de ser el mayor calvario ocurrido en un centro escolar norteamericano.
Hemos sido lejanos espectadores de un suceso que en los últimos tiempos se repite con sospechosa frecuencia en planteles educacionales de Estados Unidos, que a la postre se transforman en verdaderos campos de batalla o, mejor dicho, de matanzas, donde quedan tendidos numerosos cuerpos sin vida de educandos y profesores.
A las escuelas y universidades se suman otros escenarios públicos convertidos en dianas de las armas de fuego. Según informes oficiales, cerca de dos millones de norteamericanos son víctimas de la violencia en sus centros de trabajo. Es esa realidad una de las tantas consecuencias de la «cultura de la barbarie» engendrada dentro de ese país. Allí los homicidios son causas importantes de muertes generalmente consumadas con pistolas y armas largas.
Los hospitales están entre los que revelan una de las tasas más elevadas de violencia, aspecto del que poco se habla en los medios informativos.
No es casual un artículo publicado en la revista norteamericana Annals of Emergency Medicine en diciembre del 2012, en el que se analizan datos estadísticos de hechos violentos con armas de fuego —cada vez más frecuentes—, acaecidos en instituciones hospitalarias de EE.UU. desde el 2010 y hasta el 2011.
A pesar de las limitaciones de este tipo de estudio, donde resulta imposible recoger la totalidad de los incidentes, los resultados reportaron cifras espeluznantes: 154 tiroteos en 148 hospitales y 235 personas afectadas con una elevada tasa de mortalidad (cerca del 70 por ciento de los casos).
Para tener idea más exacta del problema, valdría la pena destacar que aproximadamente el tres por ciento de los hospitales estadounidenses han experimentado en sus instalaciones al menos una balacera con víctimas. La frecuencia de estas desgracias es ligeramente superior a las acaecidas en instituciones educacionales; y las principales víctimas son los pacientes, el personal de enfermería y los médicos.
Lo que para nosotros resulta inaudito —la muerte, de un golpe, de muchos inocentes— parece ser tragedia esperada en una sociedad enferma donde la mayoría de sus habitantes apoyan el derecho a usar armas de fuego para «protegerse», incluso en lugares públicos.
Hablamos de un país donde los gastos militares pueden llegar a superar el millón de millones de dólares (incluyendo gastos indirectos y encubiertos), y donde videojuegos y medios de comunicación como el cine y la televisión, muestran de forma abusiva un sinnúmero de programas tiranizados por contenidos de homicidios, secuestros, peleas, tiroteos, robos, desnudos, manifestaciones eróticas y torturas, entre otros muchos. En su conjunto, todos son perfiles generadores de violencia.
Es un mundo sombrío que miramos con dolor y que —desde la paz y un cuidado del ser humano que nos parecen derechos naturales en nuestro país— jamás querríamos tener. Hemos batallado mucho para que nuestros hijos no sean rehenes del terror. Es una realidad en la que tal vez no reparamos a menudo, pero que se levanta enorme cuando, tristemente, leemos titulares como el de la escuela primaria en Connecticut.
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