Ahora que ha pasado la euforia obamista de la toma de posesión, conviene analizar con cuidado cuál ha sido el papel real de Barack Obama en la política regional. Sobre todo porque los latinos no son inmunes a su poderoso carisma. La derrota histórica de los republicanos (71 a 27% en el voto latino) solo es comprensible en función a dos variables: la indignante radicalización del discurso republicano contra los inmigrantes, un extremismo indefendible y ofensivo, y la sutil atracción del voluntarismo demócrata, un discurso idealista que se plasma en la construcción de una red de ayudas sociales que calza perfectamente con la vieja cultura política latina tributaria del ogro filantrópico.
Desde hace varias presidencias, Latinoamérica no es una prioridad para Washington. Ni siquiera el chavismo en todo su esplendor logró despertar el interés proactivo de la Casa Blanca. La nueva hegemonía del Leviatán liberal demócrata ha optado por el appeasement y el control de daños. Sin embargo, el obamismo, conforme pasa el tiempo, consolida su carácter de “causa continental”. De hecho, la probable legalización de los once millones de inmigrantes indocumentados (a no ser que triunfe la obcecación radical) será suficiente para que Barack Obama revalide los altos índices de popularidad que mantiene en toda Latinoamérica. Pese a ello, es improbable que su administración reactive la lucha ideológica con Cuba o que se enfrente decisivamente a los cesarismos bolivarianos que pisotean la democracia latina. Con respecto a la región, su política exterior continuará siendo lo que siempre han sido las palabras del Presidente: bellos caracteres escritos para el bronce, de limitada eficacia en el mundo real.
Porque incluso bajo la visión obámica del mundo, el discurso de EEUU continúa siendo, esencialmente, distinto al latinoamericano. Por un lado nos encontramos con el formidable mito movilizador del destino manifiesto (A City Upon a Hill) que fundamenta en el plano teórico la primacía de Estados Unidos en todo el orbe. Por otro, el anhelo recurrente, la gran promesa latina, a manera de utopía indicativa, que influye en el carácter panamericano desde antes de Bolívar y San Martín. Ese sueño inconcluso poco tiene que ver con la hegemonía real de nuestros hermanos del norte. Por eso, a pesar del triunfo de Obama, a pesar de sus promesas retóricas y del excepcionalismo sobre el que funda la misión política de su país (“We will support democracy from the America’s to the Middle East”) los latinoamericanos tenemos que ser conscientes que el proceso de la democratización continental tiene en Obama a un simpatizante, a un espectador afectuoso, tal vez a un orador inspirado que promueve el acuerdo comercial. Y eso es mucho, claro que sí. Pero Obama no es un líder capaz de iniciar la gran ofensiva política que Latinoamérica exige para debilitar a ese pacto autócrata que tanto daño causa en la región.
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