La decisión de Vladimir Putin de conceder asilo por un año a Edward Snowden, pese a los repetidos y solemnes avisos de Washington, representa una seria humillacion para Barack Obama. Sobre todo, pone de relieve las crecientes limitaciones de Estados Unidos para imponer su criterio en un mundo progresivamente multipolar. En ausencia de un tratado de extradición con Rusia, las airadas protestas de la Casa Blanca por la medida del Kremlin tienen escaso valor. Obama puede ir poco más allá de anular su encuentro con Putin previsto el mes próximo en Moscú.
El presidente de Estados Unidos mantuvo durante su primer mandato una política conciliatoria con Rusia, esperando ayuda en algunas de las serias dificultades internacionales de Washington, se trate del desafío nuclear iraní, la retirada de Afganistán, la lucha contra el terrorismo islamista o la situación en Oriente Próximo. Obama ha obtenido poco más que buenas palabras de Putin, que, por el contrario, ha afianzado su actitud de confrontación con Occidente. En asuntos cruciales, como el de Siria, Rusia ha llevado su desafío hasta niveles de guerra fría, convirtiéndose de hecho en el más sólido aliado de un tirano sanguinario como Bachar el Asad.
Con el caso Snowden, Putin se apunta un sonoro tanto. Importa poco el contundente y dilatado historial represivo del presidente ruso en su propio país, agudizado tras su regreso hace un año a la jefatura del Estado. Snowden no será un héroe para el Gobierno de EE UU, pero sus revelaciones sobre la trama planetaria de vigilancia y espionaje de la Agencia Nacional de Seguridad (NSA), básicamente secreta y virtualmente incontrolada, han tenido la virtud de despertar al resto del mundo sobre una realidad intolerable, aunque autorizada por leyes estadounidenses. En esa onda de simpatía por el denunciante perseguido, el asilo otorgado por Putin le convierte para muchos en una suerte de campeón de los derechos humanos.
La incertidumbre durante casi mes y medio sobre la suerte de Snowden ha desviado la atención sobre el meollo de la cuestión: el asalto frontal de la NSA a las libertades individuales. Ha bastado este tiempo, sin embargo, para que aparezcan en EE UU indicios alentadores de una actitud menos indulgente hacia el Estado Vigilante. Junto a las primeras y abiertas críticas al programa que Obama pretende mantener, crece en el Congreso el coro de quienes quieren acotar los poderes de la NSA.
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