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El castigo a los crímenes de El Asad deberá esperar. Barack Obama ha optado por buscar la legitimidad en las instituciones de la democracia representativa a falta de la legitimidad internacional que necesitaba para bombardear Siria sin convertirse en un émulo de George W. Bush, el presidente al que criticó por la guerra unilateral e ilegal de Irak. Obama aplaza así la resolución del dilema diabólico que le obliga a elegir entre arruinar su imagen presidencial y faltar a su palabra o afirmar su autoridad presidencial y la capacidad disuasiva de Estados Unidos a costa de una aventura militar de incierto futuro. El aplazamiento del ataque, que Obama presenta como una decisión ya tomada, es una primera victoria de El Asad, obtenida sobre EE UU sin esperar el impacto de sus misiles.

La gravedad del revés es mayor en la medida en que las conclusiones presentadas por la Casa Blanca sobre el ataque químico tienen los máximos visos de solidez. Nadie podía esperar sensatamente que Washington tendiera o se dejara tender de nuevo una trampa belicista, en forma de falsificación o exageración de los servicios secretos, como sucedió con las armas de destrucción masiva de Sadam Husein bajo la presidencia de Bush. Está bien claro que El Asad es un criminal y un genocida, que merece ser castigado, a ser posible de conformidad con la legalidad internacional; es decir, conducido y juzgado ante un tribunal internacional, aunque su país no sea firmante del convenio de Roma sobre la Corte Penal Internacional.

Pero este no es el problema, sino el sentido, el objetivo y las consecuencias de una operación meramente de represalia, sobre todo si no debe conducir al final de la guerra y del régimen criminal, sino únicamente a exhibir la autoridad y la fuerza de Estados Unidos para ejemplo y aleccionamiento de países como Corea del Norte o Irán.

El pasivo usualmente alto que se cobra cualquier acción militar, incluso las que se efectúan desde el aire, ya contabiliza en este caso antes de que Obama apriete el dedo que ya tiene sobre el gatillo. La relación especial entre Washington y Londres ha sido la primera baja de esta guerra que no ha empezado. La segunda, la fuerza de la palabra presidencial, que pide tiempo y legitimidad democrática para traducirse en hechos. Putin sale crecido y reforzado del envite. También el Irán de Jamenei. Es una triste circunstancia que su mayor aliado militar sea el debilitado e impopular presidente francés François Hollande.

Obama quería una exhibición de fuerza para disuadir a los Estados gamberros sobre el uso de armas químicas y proporcionar la sensación de que alguien vela por la seguridad global, pero de momento está consiguiendo todo lo contrario. Es el problema de quien llegó para sacar a Estados Unidos de varios frentes, logró el Nobel de la Paz y ahora se ve obligado a intervenir en una guerra. Obama hace bien en buscar el apoyo del Congreso, pero la única vía prudente para una guerra tan envenenada como la de Siria se halla en la diplomacia internacional, la negociación política y el multilateralismo.

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