Es difícil elegir al mejor presidente de EEUU sin ser estadounidense. Nos faltan los detalles, el conocimiento histórico, la cotidianidad, la atmósfera. Sobra propaganda y artificio publicitario. Ando aún conmocionado por los fastos mediáticos del 50º aniversario del asesinato de JFK, elevado a los altares de la mitología planetaria el mismo día de su muerte en las calles de Dallas, el 22 de noviembre de 1963. Allí se mantiene, santificado por su gran discurso inaugural y sus devaneos amorosos con Marilyn Monroe, la diva de todos. Entre tanto halago regalado olvidan los fiascos, el contexto: Vietnam, Bahía Cochinos…
La cadena británica BBC relaciona a tres presidentes: Abraham Lincoln, Kennedy y Barack Obama. Sostiene que trataron de emplear los poderes del Gobierno federal para imponer cambios en los estados más conservadores, que les enfrentó al poder subyacente. Los dos primeros fueron asesinados. Con Obama bastó el bloqueo en el Congreso. Los tiempos cambian. Si se escucha el odio que le profesa la extrema derecha norteamericana, el Tea Party, Fox News y los Jiménez Losantos de turno, que allá se encarnan en Rush Limbaugh -que le acusa de comunista, islamista disfrazado y mentir en el nacimiento-, da miedo. Es el mismo odio que se hereda de padres a hijos. Sucede en otros países.
Exageraciones y olvidos
Como en toda efemérides, la memoria es amable, y más si se celebra en medio de una excitación con la esperanza de vender más periódicos y revistas, mejorar los índices de audiencia de las grandes cadenas de televisión y los clics de las webs. Siempre se producen exageraciones, olvidos. De los tres, Lincoln es el único que logró un cambio esencial: la abolición de la esclavitud en EEUU.
El pobre Lyndon B. Johnson empezó su mandato bajo la sospecha infundada de que era parte del complot para sacar a JFK de la presidencia. Pero fue este presidente, considerado menor, el que firmó la ley de derechos civiles en 1964, que prohibía la discriminación racial. El que impulsó ayudas federales para la educación y la cultura. Quien creó el seguro de salud para ancianos (Medicare) y para pobres (Medicaid). Fue un presidente social que abrió las urnas a los afroamericanos en 1965. No tuvo suerte mediática, aunque su hoja de servicios en política interior es excelente. A Johnson le ensombreció la guerra de Vietnam, que heredó de JFK, el envío de tropas, los bombardeos, el napalm, la matanza de My Lai.
El olvidado
Bajo su mandato se produjeron dos asesinatos que conmovieron al país, sobre todo el de Martin Luther King, que estuvo a punto de desencadenar un conflicto civil, y el de Robert Kennedy cuando aspiraba a sucederle. Ambos merecían haber estado en la Casa Blanca. Ese segundo Kennedy, tan marilyniano como el primero, parecía el mejor del clan. Hoy, tantos años después, Johnson sigue siendo un olvidado.
Si Lincoln fue el gran mandatario del siglo XIX en EEUU, Franklin Delano Roosevelt lo fue del XX, muy por encima de JKF y Obama juntos. Le tocó lidiar con los efectos de la Gran Depresión. Fue el impulsor del New Deal (el nuevo pacto), el Estado del bienestar y las teorías económicas de Keynes. También con el auge del nazismo y la segunda guerra mundial. Es un gran presidente que debería estudiarse en estos tiempos de crisis, tan parecida a aquella de los años 20 y 30, y en la que se aplican recetas opuestas con un resultado calamitoso.
En el XXI lo tenemos fácil: un poco de Bill Clinton hasta que terminó su mandato en el 2001, demasiado George Bush y Obama. El actual presidente es el rey, con perdón. Su principal rival fue un desastre, dentro y fuera de sus fronteras, aunque una gran mayoría de los estadounidenses aún no lo sabe.
¿De los nuestros?
Sería injusto cerrar este artículo sin mencionar a Ronald Reagan. Fue un mal actor de Hollywood y un buen presidente para EEUU y pésimo para Centroamérica, por ejemplo. De todos sus papeles, el presidencial resultó el más completo. Su motor e inteligencia procedía de su mujer, Nancy.
Fue un ferviente anticomunista que recogió los frutos del hundimiento de la URSS que muchos le adjudican cuando el mérito fue de los sistemas represores del otro lado del telón de acero, alejados de los ideales que decían defender.
Reagan parecía simpático, campechano: cometía errores graciosos, confundía países y presidentes y se dormía en las reuniones. Parecía normal, casi uno de nosotros. También lo pareció Obama, pero por lo que decía representar: el cambio, la ilusión. Nada era real, ni ellos ni JFK. No eran de los nuestros, sino de ellos, de los de siempre, disfrazados de uno de los nuestros.
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